Ética
Introducción
Mencionar la palabra “ética” pudiera ser lo mismo que preguntar por el sentido del hombre, pues la ética, como “ciencia del bien y del mal”, señalaría lo que es bueno o malo para él como ser inteligente y libre. En efecto, en la medida en que el hombre y la mujer respetan la verdad sobre lo que realmente son, el “bien” les perfecciona y el “mal” les deteriora. Este reconocimiento de la verdad sobre el hombre, les es posible permitir ser y vivir como personas y, consiguientemente, les ayuda a alcanzar una vida feliz, pues como sentenció Aristóteles, “a la felicidad -eudaimonía- aspiran todos los hombres”[1].
Estas ideas fundamentales sobre la ciencia ética se cumplen con rigor en la ética de la vida o Bioética.
Definición y ámbitos de la ética
El término “ética” deriva del griego “ethos”, que, sin mayor precisión conceptual, significa “costumbre”, por lo que la ética es la ciencia que trata de las costumbres.
Pero, si bien la etimología es siempre clarificadora en orden a definir lo que realmente las cosas son, en este caso, la definición de la ciencia ética se mantiene oscura, puesto que la raíz semántica de la palabra “ética” no es unívoca. En efecto, desde sus orígenes, el término “ethos” tiene dos grafías según se escriba con “épsilon” (éthos) o “eta” (êthos), y aún se desconoce cuál de las dos es la original, e incluso se discute el sentido exacto que tiene cada uno de esos dos vocablos.
Parece que el término originario es “éthos” (con épsilon), y haría referencia a las costumbres del grupo humano en que se vivía, de acuerdo a ciertos usos que garantizaban su existencia cotidiana en armonía. En este sentido, el individuo se conduciría éticamente en la medida que asumiese el tipo de vida que practicaba la comunidad de la cual era miembro. Se estaría ante aquel estado cultural, en el que la persona se sentía vinculada radicalmente a un determinado grupo humano. A este respecto, las “costumbres” que practicaba aquella comunidad tenían referencia a valores que la estructuraban como tal, pues armonizaban rectamente las relaciones entre los distintos miembros. Esos valores del grupo serían muy genéricos, pero fundamentales, como “venerar a los dioses”, “respetar a los padres”, “apreciar a los mayores”... y, en conjunto, tendrían como fin el principio ético general de “hacer el bien y evitar el mal”: bien y mal que eran, precisamente, lo que constituía la norma práctica en el desarrollo de la existencia en aquella comunidad topográficamente constituida.
Por el contrario, “êthos” (con eta) haría alusión directa a la propia conducta del individuo. En este sentido, denotaría una evidente evolución, pues designaba el estilo de vida de cada persona, dado que, a pesar de que su actuar debía entonar con las costumbres de la comunidad, sin embargo su existencia tenía un hálito más individual. La “ética” contemplaría más bien el esfuerzo por hacer suyas las costumbres del grupo social en el que se desarrollaba el propio quehacer, pero según su modo específico de ser. A este respecto, parece que esos valores que debía practicar el individuo tenían su respaldo en las grandes actitudes que habían asumido los héroes. En este sentido, el comportamiento de aquellos personajes idealizados era el referente para una conducta que cabría calificar como éticamente correcta.
Asimismo, tampoco es unánime la traducción de “ethos” por costumbre, pues, según otros autores, significaría carácter, o modo de ser e incluso residencia o lugar en que se habita; con otras palabras, con ese término se aludiría al modo concreto de actuar de acuerdo con el ser específico de la persona: sus actos singulares surgían y estaban en armonía con su ser. Zenón de Elea, discípulo de Parménides, nos dejó esta sentencia: “El éthos es la fuente de la que manan los actos singulares”[2].
Como es sabido, no siempre resulta fácil interpretar el significado original de algunos conceptos de la época presocrática, dado que, con frecuencia, se conservan pocos fragmentos y, fuera de contexto, admiten diversa interpretación. Por ello, superando las discusiones entre los autores, en este caso es suficiente anotar que, efectivamente, la ética tenía en griego diverso acento según la doble grafía, pero la diversidad integraba por igual la conducta individual y social, y ambas cubrían los dos ámbitos de la existencia humana: la singularidad de individuo y su condición social, tal como lo definió Aristóteles [3].
Después del empuje ético impreso por Sócrates, la semántica se aclara. Todavía el filósofo de Estagira distinguía ambos vocablos; pero, en cierto modo, los unificó para referirlos a la ciencia ética, como saber acerca de las buenas costumbres, pues entiende la ética como “filosofía de las cosas humanas” (anthrópeia philosophía). Así se expresa en la Ética Nicomaquea: “La moral es hija de los buenos hábitos; de aquí que, gracias a un breve cambio de la palabra costumbre -ethos- viene moral -ethica-”[4]. Por ello, más que contraponer las dos grafías del término “ethos”, parece que es mejor integrarlas para significar con ellas tanto la dimensión personal, como las exigencias éticas en el ámbito social.
Esa doble ortografía también fue conocida por los romanos, pero el latín las reduce a un solo vocablo, “mores”, y con idéntico significado; o sea, como ciencia de las costumbres. Así se expresa Cicerón: “Lo que concierne a las costumbres, que los griegos denominan ethos, nosotros a esta parte de la filosofía sobre las costumbres la denominamos moral” [5]. De acuerdo con esta precisión del filósofo romano, en las lenguas de origen greco-latina, “ética” y “moral” se identifican, pues tienen la misma raíz semántica. Aquí no es posible detenerse a precisar el distinto eco conceptual que ambos términos han recibido, posteriormente, a lo largo de la historia.
Todavía en la Edad Media, santo Tomás de Aquino menciona la doble etimología griega del término “ethos”[6] ; pero, como es reconocido, el Aquinate también aúna las exigencias individuales y sociales del comportamiento moral. En efecto, mientras afirma con reiteración que la moralidad es propia de las acciones singulares[7], no obstante, a partir de la definición de la persona como ser social[8], dedica la especificidad de la moral cristiana al estudio de las virtudes, entre las que destaca, por la amplitud y novedad de exposición, la virtud de la justicia[9]. Estas 66 “cuestiones” serán ampliamente comentadas por los grandes teólogos de la Segunda Escolástica de los siglos XVI-XVII, en los voluminosos tratados De iustitia et iure[10].
La vida moral afecta, pues, a la integridad de la existencia humana; se trata de que el hombre y la mujer, seres inteligentes y libres, actúen rectamente, en orden a la elección del fin último de su vida, que es alcanzar la felicidad. Y como la existencia individual y social de la persona está en íntima relación con la sociedad y con las normas que rigen la convivencia, se considera que la eticidad se extiende también a las estructuras que ordenan la vida sociopolítica -la economía, la política, la ciencia...- y a las leyes que rigen esa convivencia. Este amplio campo de la ética -comportamiento individual, estructuras sociales, justicia de las leyes- se extiende a los diversos niveles que tengan relación con la dignidad de la persona, tales como la libertad, la paz, la justicia mundial. Nada queda, pues, fuera del juicio ético, dado que todo puede servir o entorpecer el discurrir del ser humano. El juicio ético acompaña a la entera existencia de los individuos y de la convivencia.
Por este motivo, las diversas ciencias en torno a la vida y sus aplicaciones también están incluidas en el ámbito de la moralidad, y por ello son objeto del juicio ético. De ahí que, a partir del año 1970, surja la “ética de la vida” o Bioética, término nuevo y área del saber ético especializado, que era demandada por los avances que habían experimentado las ciencias en torno a la vida: tanto las novedades como sus aplicaciones podrían resultar útiles o dañinas para la vida de los hombres. Pues bien, en esos diversos ámbitos de la existencia humana se cumple la definición de la ética que formula santo Tomás de Aquino en comentario a la obra filosófica de Aristóteles: “El objeto de la filosofía moral es la actividad humana en cuanto está orientada al fin, o también el hombre en cuanto, de modo voluntario y libre, actúa por un fin”[11].
El hombre es un ser ético
La ética no es una “superestructura” de la persona, sino que el hombre puede ser ético por naturaleza. A este respecto, es conveniente volver a Aristóteles, dado que, a sus dos definiciones clásicas de la persona humana, como “animal racional”[12] y “animal social o político”[13], el estagirita suma otra tercera definición: El hombre es un “ser ético”. Este es uno de los testimonios más explícitos que cabe citar: “La naturaleza no hace nada sin un fin determinado; y el hombre es el único entre los animales que posee el don del lenguaje. La simple voz, es verdad, puede indicar pena y placer y, por tanto, la poseen también los demás animales (...); pero el lenguaje tiene el fin de indicar lo bueno y lo malo y, por consiguiente, también lo justo y lo injusto, ya que es particular propiedad del hombre, que lo distingue de los demás animales, el ser el único que tiene la percepción del bien y del mal, de lo justo e injusto y de las demás cualidades morales (...). De aquí que, cuando está desprovisto de virtud, el hombre sea el menos escrupuloso y el más salvaje de los animales y el peor en el aspecto de la sexualidad y la gula”[14].
En consecuencia, es preciso afirmar que la eticidad al hombre y a la mujer les vendría no “de fuera”, sino desde sí mismos, dado que la persona humana podría ser ética por naturaleza. Por ello, la experiencia de sí mismo es coincidente con la experiencia moral. La vida moral trataría de llevar a la práctica lo que más tarde Píndaro significó con este slogan: “Llega a ser lo que eres”[15]. En este sentido, cabe aplicar una autonomía de la persona, pues los postulados éticos fundamentales derivan de su prístina condición. En efecto, los imperativos morales originarios no brotan de la sociedad ni de la familia ni del “deber” kantiano, ni siquiera de instancia religiosa alguna, sino de la condición de ser persona, y en ello, según el filósofo de Estagira, se cifra esa marcada diferencia entre el hombre y el animal: el hombre puede ser ético, el animal no. Y Aristóteles es aún más explícito en señalar la diferencia entre el animal y el hombre con relación al respectivo comportamiento: “Los animales no son viciosos ni virtuosos, porque no tienen facultad de elegir ni de razonar. Por eso, ser animal no es tan malo como ser vicioso. En el animal no se da corrupción de la facultad superior, pues carece de ella. Es menos dañina la maldad de quien tiene menos capacidad de obrar. Y como la inteligencia confiere al hombre una enorme capacidad de acción, un hombre malo puede hacer mil veces más mal que un animal”[16]. A este respecto, el filósofo A. Millán-Puelles ha hecho notar que “mientras el animal irracional no puede comportarse como un hombre, acontece, por el contrario, que un hombre tiene la posibilidad de conducirse como un animal”[17]
Este sentido antropológico de la eticidad es recordado por la filosofía de todos los tiempos. De hecho, constituye el núcleo de la moral tomista[18] y de la entera tradición cristiana, que aúna fe y moral[19]. Pero es, asimismo, reconocido también por los filósofos posteriores. Como es sabido, Kant señalaba la cuestión ética como uno de los tres postulados humanos fundamentales, que él expresa con la conocida interrogación: “¿Qué debo hacer?”[20], y que reduce en su obra El poder de las facultades afectivas -junto con las otras dos preguntas, “¿qué debo saber? y ¿qué me es posible esperar?”- a la cuestión sobre “qué es el hombre”, puesto que “las tres primeras preguntas se refieren a la última”.
Al ceñirse a algunos de los pensadores españoles modernos, cabría citar abundantes testimonios. Por ejemplo, Julián Marías escribe que la eticidad es una realidad solo y específica del ser humano: “Una cosa es clara: a lo que (la ética) se refiere es a la vida humana y a su condición personal. La moral no tiene que ver con cosas, ni tampoco se refiere a toda forma de ’vida’ -ni a la animal, en un extremo, ni a la divina, en el otro-, sino concretamente a la humana. Y esta aparece como personal, sin que esto agote todas las posibilidades de este concepto. La moral tiene que ver con la convergencia de las nociones de vida y persona en esa realidad que llamamos humana”[21]. Y Marías añade que el hombre es moral por su propio ser: “La vida humana es intrínsecamente moral en un sentido más radical y profundo de lo que ha podido pensarse, y ello sea cualquiera la doctrina o interpretación que de la vida se haga”[22]. Igualmente, el filósofo A. Millán-Puelles publica su obra sobre la Ética bajo este significativo título: “La libre afirmación de nuestro ser”[23].
Asimismo, en referencia a la normatividad que acompaña al quehacer ético, el filósofo Leonardo Polo escribe: “El homo sapiens sapiens... sobresale por encima de la especie: es persona y queda abierto a unas leyes cuya adhesión no implica necesidad automática, sino que puede cumplir o no cumplir. Las normas éticas, en tanto que no son leyes físicas ni psicológicas que dependan de la biología animal, son leyes del ser libre para ser libre. De manera que si estas leyes no existieran, o un ser humano se empeñara en decir que no hay normatividad ética, o que tal normatividad no se explica por su carácter de ser persona libre, sino por convención o tradiciones culturales, o por acuerdo o pactos (Rousseau), entonces él mismo se limitaría a la condición de mero animal (...). Si las normas éticas no son normas de la libertad, entonces son naturales en el sentido biológico o puras convenciones, y no se pueden tomar en serio, lo que es gravísimo para el ser que va más allá de la finalización por la especie”[24].
De ahí la exigencia de que la persona humana considere su condición ética y se esfuerce en practicarla, al modo como el hombre se siente motivado a desarrollar la inteligencia y la sociabilidad, puesto que cualquier postergación de alguna de estas tres “definiciones” del hombre connotaría, sin duda, un grave descuido para el desarrollo armónico de su personalidad.
Por su parte, la ciencia ética supone esa eticidad radical de la persona. De ahí la íntima relación que existe entre ética y antropología, hasta el punto de que las diversas corrientes éticas derivan de la doctrina antropológica subyacente. De acuerdo con el principio de Fichte referido a la filosofía, cabe afirmar: “qué tipo de doctrina ética se proponga o se practique, depende del concepto que se tenga de hombre”.
Origen de la eticidad de las acciones
En la amplia literatura actual sobre el tema, la ciencia ética está llena de problemas insolubles, que han ido aumentando en los últimos años en la medida en que la práctica moral ha entrado en crisis: parece que se confirma de que la vida arrastra a la doctrina. Actualmente se cuestiona el “qué” y el “por qué” de la ciencia y del actuar ético. Las preguntas se multiplican: ¿Qué es actuar “bien” y “mal”? ¿Cuál es la razón por la que se exige a la persona un comportamiento moral? ¿Por qué algo se califica como “bueno” o como “malo”? ¿Qué es ser bueno y qué es ser malo, éticamente, y por qué? ¿Qué es lo que hace al hombre decidirse y elegir el “bien” o el “mal”? ¿Sobre qué supuestos se asienta al ciencia ética?, etc.
Aquí no es posible responder a todas estas preguntas, ni siquiera cabe exponer los supuestos que las despiertan. En síntesis, cabe resumir que las cuestiones fundamentales de la ciencia ética son dos:
- Por qué el hombre debe actuar con eticidad y
- Por qué una acción es buena o mala.
Tampoco podemos detenernos en dar contestación adecuada a estas dos graves preguntas.
No obstante, en resumen, cabe afirmar que la respuesta sería de origen metafísico y antropológico. Es el realismo metafísico el que fundamenta el sentido del “bien” y del “mal” moral. Y es la antropología la que justifica que el hombre debe hacer el bien y evitar el mal, pues al ser una ciencia práctica, hacer el bien le perfecciona, es decir, lo “hace bueno”. Pero, sin adentrarnos profusamente en el tema, es fácil señalar que en la persona humana confluyen dos actitudes fundamentales:
- El pensamiento.
- La vida: el hombre “piensa” y “vive” o mejor, “actúa”.
Pues bien, al pensar surgen de inmediato los conceptos de “verdad” y de “error”, de modo semejante a ese juicio teórico, cuando la persona humana actúa, emerge el juicio práctico, que juzga si la acción a realizar o ya realizada es “buena” o “mala”. En este sentido, “verdad-error” y “bien-mal” son dos binomios que van en paralelo; y esa cuádruple calificación responde a cuatro puntos de referencia que resultan inevitables, al tiempo que dan sentido a la vida humana e incluso marcan la orientación de una cultura o de una época determinada, pues son como los cuatro puntos cardinales que orientan al sujeto humano en el espacio geográfico.
No obstante, es inevitable la pregunta: ¿por qué un acto humano concreto es bueno o malo? Pues bien, para evitar el subjetivismo en la valoración ética de las acciones -lo cual es la causa del relativismo moral-, ya los griegos dieron una explicación adecuada, al modo como habían encontrado una solución concerniente a la cuestión metafísica del ser con relación a la estabilidad y al cambio (Parménides - Heráclito - Aristóteles). La valoración moral de los actos concretos no es, pues, una cuestión suscitada por las corrientes historicistas de la actualidad, sino que preocupó también a los primeros autores de la cultura occidental.
Así, a la cuestión de por qué lo que se juzgaba “bueno” por los “bárbaros y otras islas” se consideraba “malo” en Atenas, la respuesta que los filósofos griegos encontraron: como medida de la objetividad del bien y del mal moral, el criterio de que una acción determinada estuviese o no de acuerdo con la “physis” del hombre o naturaleza humana; es decir, con lo propiamente “humanum” o con lo que cabría calificar como ser específico del hombre. Para ello, preguntaban qué era lo “mejor” y lo ejemplarizaban en casos muy concretos. Por ejemplo, sostenían que era “mejor”:
- Mantener los niños en familia, que abandonarlos como hacían en la vecina Esparta
- También era “mejor” mantener la integridad corporal, que no cortarse un pecho como era costumbre entre las mujeres escitas
- Era “mejor” llevar a Atenas como esclavos a los soldados vencidos, que no exterminarlos como hacían los otros pueblos.
En consecuencia, eran razones antropológicas las que medían la eticidad de una determinada acción: no era lo mismo para el ser específico de la persona -para su physis- hacer una cosa y su contraria, sino que existían acciones que la dignifican y otras que la degradan, pues el bien perfecciona a quien lo practica y el mal “le hace malo”. Aristóteles indicaba otra serie de acciones que hacían otros pueblos que eran degradantes para el hombre, tales como “comer carne humana”, “abrir el vientre de una mujer embarazada”, darse unos a otros “los propios hijos” u “otras obras de los pueblos salvajes”[25]. Este conjunto de acciones eran inmorales, por cuanto no respetaban la verdad sobre el hombre, y sería la ética la que le ayuda a la persona humana a ser y vivir como tal.
De este modo, al menos a partir de Sócrates, se piensa que se encontró respuesta a esas dos cuestiones fundamentales que plantea la ciencia ética, pues fijaron los conceptos de “bien” y de “mal”, al tiempo que especificaron la condición del hombre y de la mujer como sujetos éticos: se trata del “bien verdadero”, de aquel que responde al bien de la persona y por ello la perfecciona, aquello que da respuesta a su específico ser personal. Y no solo esto, sino que Sócrates, en diálogo con Critias, muestra que el saber ético es tan importante para el individuo y para la sociedad, que supera:
- La ciencia matemática.
- La medicina.
- La destreza de las labores manuales.
- La economía .
- El arte de hacer la guerra.
Consecuentemente, Sócrates afirma que la “ética” supera a las demás ciencias, por lo que la califica como “ciencia de las ciencias”, hasta el punto de mostrar a Critias que la práctica de la “ciencia del bien y del mal” mejoraba la vida personal y la actividad de la polis[26].
Pero esos supuestos metafísicos y antropológicos no son considerados por amplios sectores de los teóricos de la ciencia ética de nuestro tiempo. Por este motivo se ha suscitado la cuestión acerca de la fundamentación de la ética, hasta el punto de que garantizar el estatuto epistemológico de la ética resulta hoy un problema casi insoluble. Por citar solo un autor, es posible ofrecer el testimonio de Ernst Tugendhat. Este filósofo, que, por cultura y ejercicio de la profesión, aúna la temática ético-filosófico que se presenta tanto en el continente europeo como en el anglosajón, se ha dedicado con interés esforzado al tema de fundamentar la ciencia ética. Pues bien, después de varios escritos sobre esta cuestión, reconoce que sus esfuerzos “han desembocado en un callejón sin salida”[27].
No obstante, algunos filósofos actuales, al tiempo que acusan las exageraciones de esos planteamientos tan aporéticos, ofertan una solución que se acerca a la doctrina clásica. Así, por ejemplo, Eugenio Trías escribe: “Aquí se defiende el carácter unitario y universal de una propuesta ética que tiene por base y por refrendo la precomprensión que puede alcanzarse en relación a la humana conditio. Es esta la que suministra la matriz a la que da forma la proposición ética. Y esa matriz revela el carácter fronterizo y limítrofe de un ser que ni es oriundo de la physis ni es exclusivamente metafísico (o que ni es animal ni Dios). Ese error consiste en transferir la imputabilidad a ciertos marcos contextuales. Muchas doctrinas reduccionistas (sociologismos, economicismos, etc.) han propendido a esas posibles falacias; así, por ejemplo, los darwinismos sociales o los materialismos históricos y dialécticos”[28].
Se pudiera mencionar que la negación de la ley natural y el prescindir de Dios, como referencia a la eticidad humana, plantea cuestiones que no tienen solución, dado que falta un referente seguro para justificar y fundamentar el actuar ético de la persona.
El fin de la ética es la felicidad
Si la eticidad hunde sus raíces en el ser mismo de la persona, se puede considerar que la finalidad de la ética es, precisamente, llevar a término el fin propio del hombre y de la mujer, que no podría ser otro sino alcanzar su plenitud; o sea, que la doctrina y la existencia ética les conduzcan a la vida feliz. En efecto, a partir de la vocación radical de todos los hombres a la felicidad, el objetivo de la ciencia ética es ofrecer a la persona el medio para alcanzarla.
También se debe a Aristóteles -siguiendo las enseñanzas de Sócrates- señalar que la felicidad se alcanza solo por el comportamiento moral, y esta afirmación se ha convertido en tesis comúnmente admitida por los teóricos de la ciencia ética. El filósofo griego discurre sobre el sentido y los fines que el ser humano proyecta de continuo sobre su propia existencia. Pues bien, el fin último, al cual se orientan todos los demás fines, es alcanzar la felicidad. “El fin único y absolutamente perfecto sería el que nosotros buscamos. Si hay varios fines, entonces sería el más perfecto de todos. Ahora bien, afirmamos que lo que buscamos por sí mismo es más perfecto que lo que busca otro fin (...). Y hablando en absoluto, el bien perfecto es el que debe siempre poseerse por sí mismo y no por una razón ajena a él. Este bien parece ser, en primer lugar, la felicidad. La buscamos, en efecto, siempre por sí misma y nunca por otra razón ajena a ella misma. Los honores, el placer, el pensamiento y toda clase de virtudes no nos basta intentar alcanzarlos por sí mismos -en efecto, aun cuando quedaran sin consecuencias, los desearíamos igual-, sino que los buscamos también de cara a la felicidad, pues nos imaginamos que alcanzaremos esta por su medio. Mientras que nadie desea la felicidad por las ventajas o bienes que acabamos de enunciar ni, en una palabra, por nada que sea exterior a ella misma. Ahora bien, evidentemente esta característica de la felicidad tiene su origen en el hecho de que ella se basta a sí misma de modo entero. El bien supremo, en efecto, según la opinión común, se basta a sí mismo”[29].
Ahora bien, en relación con la vida humana, de acuerdo con el texto citado, se constata que el hombre de continuo se propone diversos tipos de felicidad; pero Aristóteles razona que muchos de los bienes buscados, tales como “el buen vivir”, “el tener éxito” y, en otro orden, para unos “el supremo bien es la verdad, para otros el pensamiento puro”... no cabe considerarlos como bienes suficientes para alcanzar la felicidad. El filósofo de Estagira argumenta ampliamente y concluye que la felicidad se alcanza en la vida virtuosa: “La lógica nos impide pensar que unos y otros se engañan enteramente; es preciso suponer que acerca de un punto, por lo menos, o acerca de varios de ellos, su manera de sentir es acertada. Nuestra demostración está acorde con los que pretenden que la felicidad coincide con la virtud en general o con alguna virtud particular, pues la felicidad es, según nuestra manera de pensar, la actividad del alma dirigida por la virtud (...). La felicidad es, pues, el bien más precioso, el más bello y el más agradable”[30].
Para Aristóteles, pues, el correcto actuar ético lleva a que se dé una relación causal entre “obrar bien” y “vivir bien”, y el resultado consecuente es el logro de la felicidad.
Como es obvio, los mismos equívocos que señala Aristóteles acerca de la vida feliz, como consecuencia de un recto comportamiento moral, se han repetido a lo largo de la historia de la humanidad y se comparten en las diversas culturas. Parece que actualmente la gran confusión se da al interpretar la “felicidad” como puro “placer” y lo “bueno” con lo “útil”. Es el equívoco que repite reiteradamente según Julián Marías, el cual denuncia que amplios sectores de la cultura actual traducen felicidad por placer, y esté mal interpretado: “Se desdibujan los contenidos personales de la vida, por ejemplo el capital de felicidad, sustituido por el de ‘placer’ o el de ‘bienestar’, reducidos al presente, a la dimensión psíquica del hombre, mientras que la felicidad afecta a la persona misma y consiste primariamente en lo futuro, en ‘ir a ser feliz’, con el ingrediente inevitable de la inseguridad”[31].
En tan pocas palabras no es posible tratar las diversas corrientes éticas de nuestro tiempo, tales como:
- La “ética civil”.
- La “ética discursiva”
- La “ética de la liberación”
- La “ética comunicativa”
- La “ética de la alteridad”
- La “ética del contractualismo”, etc.
Tampoco se ha expuesto otras cuestiones que se debaten en el campo de la ciencia ética. Solo se ha considerado los principios éticos que están más próximos a la Bioética. Los especialistas pueden encontrar esos otros temas en la amplia bibliografía de los últimos años sobre el ser y el fundamento de la ética filosófica.
Conclusión
Albert Einstein sentenció que “sin cultura ética no hay salvación para el hombre”[32]. Bien, esta advertencia de una de las inteligencias más cualificadas del siglo XX se cumple en los temas relacionados con la vida humana. Por ello, resulta lógico que las numerosas cuestiones que suscitan las ciencias en torno a la vida demanden la ayuda de la ética. En este sentido, la Bioética ha tenido origen, precisamente, como ciencia auxiliar de la Biología, de la Medicina y sobre todo de la Genética. Con esta finalidad, la Bioética, como ética de la vida, cumple su misión orientando la dimensión moral de los nuevos descubrimientos científicos y de su aplicación a la existencia concreta de los hombres.
En consecuencia, la Bioética puede considerarse como que no es una ciencia negativa, sino que, al tiempo que posibilita que ciertos hallazgos científicos no ocasionen daño a la vida, específicamente humana, con mayor interés señala la validez de otros avances médicos y estimula a proseguirlos con el fin de que se pueda mejorar la vida de los hombres. De este modo, la Bioética ayuda a descubrir los errores que subyacen en algunos problemas científicos en relación con la vida y, al mismo tiempo, facilita a la persona humana alcanzar la felicidad, que es el fin de la ética, pues, como ya enseñó Sócrates: “Vivir dichoso no es vivir según la ciencia general, ni según todas las ciencias reunidas, sino según la ciencia que conoce el bien y el mal”[33].
Texto de referencia
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