Principio de no maleficencia
Su formulación clásica, primum non nocere, ha sido traducida como «en primer lugar, no hacer daño» [1].El origen de esta formulación es oscuro, aunque su contenido está claramente señalado en el Juramento Hipocrático [2].
Algunos filósofos como William Frankena incluye la no-maleficencia como la primera de las obligaciones de la beneficencia en cambio otros pensadores como Beauchamp y Childress prefieren hacer de ella un principio aparte. Por un lado,para evitar demasiadas subdivisiones dentro de los principios; pero sobre todo, porque no comparten el orden jerárquico de obligaciones de beneficencia que presenta Frankena [3].Nuestros autores admiten que intuitivamente la obligación de no ocasionar un daño sería previa a la de causar un beneficio. Sin embargo, en determinadas situaciones las obligaciones de beneficencia tendrían prioridad sobre las de no-maleficencia [4].Cosa que Frankena no aceptaría.
Ponen el ejemplo de la investigación clínica sobre sujetos sanos cuyo protocolo presente riesgos e inconvenientes tan pequeños, que la hagan moralmente recomendable teniendo en cuenta las gran utilidad que podría conllevar para un determinado tipo de pacientes [5].Otro ejemplo sería la transfusión de sangre, que supone un pequeño inconveniente para el que la dona, mientras que puede salvar la vida del que la recibe [6].
Por su parte, Gillon explica que es bueno distinguir los dos principios, ya que el sujeto moral tiene obligaciones de beneficencia respecto a pocas personas, mientras que la obligación de no dañar se extiende a todas [7].
¿Qué se entiende por “causar daño”? Beauchamp y Childress distinguen entre actuar injustamente (wronging) y el simple provocar un daño (harming). En algunos casos pueden coincidir los dos conceptos, pero no es necesario que se dé la voluntariedad del primer significado para poder hablar de daño. El principio de nomaleficencia se refiere al segundo contenido, y nuestros autores se centran en «el daño físico, especialmente el dolor, la incapacidad y la muerte»[8].
Otro concepto directamente relacionado con este principio es la negligencia. Nuestros autores la entienden como «ausencia de la atención debida (due care)» [9]. Incluye también evitar aquellos comportamientos que conllevan un riesgo para otros [10].En algunos casos la negligencia es intencional. Por ejemplo, cuando una enfermera por dejadez no cambia el vendaje de una herida en el momento oportuno, aumentando de esta forma el riesgo de infección. Pero se dan también casos en los que la negligencia no es intencional, como el médico que por olvido proporciona al enfermo una información que éste no quería conocer. De todas formas,en ambos casos los sujetos en cuestión (la enfermera y el médico) son responsables de dicha acción, tanto desde el punto de vista ético como jurídico.
Como en el caso del principio del respeto a la autonomía, también éste es susceptible de especificación. Los ejemplos clásicos son: «no matar, no causar dolor o sufrimiento, no incapacitar, no ofender, no privar a otros de los bienes de la vida» [11].
Diferencias tradicionales y reglas sobre el no tratar
En el ámbito del principio de no-maleficencia se pueden encontrar algunas distinciones que ayudan a valorar los casos en los que no resulta claro si el médico debe o no actuar, si ha de continuar con un determinado tratamiento o debe suprimirlo por no acarrear beneficio alguno para el paciente. Son distinciones que han tenido gran influencia en el ámbito de la ética médica, y que Beauchamp y Childress consideran, al menos en algunos casos, no sólo inútiles, sino incluso peligrosas.Su uso llevaría a confundir y oscurecer los verdaderos problemas morales que se encuentran en el fondo de las difíciles cuestiones en torno a la actuación terapéutica en situación terminal, o de conflicto vital. Estas distinciones son: no comenzar (witholding) / retirar (withdrawing) un tratamiento;tratamientos ordinarios (ordinary) / extraordinarios (extraordianary); técnicas de mantenimiento (sustenance technologies)/ tratamientos médicos (medical treatments); y, por último, efectos intencionados (intended effects) / efectos previsibles (merely foreseen effects) [12].
a) No iniciar frente a retirar un tratamiento
Con respecto a la primera distinción, se sostiene que lo importante no es la acción o la omisión de un determinado tratamiento o maniobra terapéutica. Se trata más bien de averiguar si en la circunstancia precisa en la que nos encontramos tenemos o no obligación de actuar. Resulta claro que la carga emocional del operador sanitario es mayor cuando desconecta un aparato de mantenimiento vital, que cuando simplemente no llega a ponerlo. La razón está en que en el primer caso, al menos subjetivamente, parece que la muerte del paciente es consecuencia de su acción,mientras que en el segundo sería el resultado de la evolución natural de la patología.
Sin embargo, no es coherente basar las decisiones en una distinción de este tipo. Beauchamp y Childress lamentan que es frecuente encontrar pacientes a los que se escribe en su historial la indicación DNR (do not resuscitate) para el caso en que se produzca una parada cardiaca; y que, sin embargo, sin explicar por qué,continúan en protocolos de quimioterapia, cirugía o ingreso en la UCI.
El ejemplo que eligen para mostrar esta incoherencia es el de un anciano paciente de cáncer, que se encuentra en un estado comatoso sin posibilidad de recuperación, que requiere un tratamiento antibiótico para luchar contra una infección, y una vía intravenosa que le proporciona la hidratación y la nutrición. Al no tener indicaciones anteriores del paciente, ni poder contar con el parecer de familiares,el equipo médico decide señalar la DNR en su historial clínico. Conforme pasan los días, algunos del equipo sugieren quitar todos los tratamientos, incluida la hidratación y nutrición considerándolos medios extraordinarios. La mayoría es contraria a tal propuesta. Sin embargo, cuando se plantea la cuestión de introducir una nueva vía venosa por obstrucción de la precedente para la alimentación parenteral,muchos de los que se habían negado a suspender los tratamientos consideran ahora que no es necesaria esta nueva intervención. Nuestros autores explican que la diferente inclinación en uno y otro caso, varía porque en un primer momento se trataba de retirar (withdrawing) un tratamiento ya comenzado (antibióticos y alimentación),mientras que en el segundo, sería más bien un no poner en marcha (witholding) otro (nueva vía para alimentación)[13].
b)Tratamientos ordinarios frente a tratamientos extraordinarios
La segunda distinción procede de la casuística propia de la teología moral católica, y también del ámbito judicial. Generalmente por ordinario se entiende común (usual, customary), y por extraordinario poco común (unusual, uncustomary). Otro modo de determinar el contenido sería considerar ordinario lo simple, lo natural, lo no invasivo; mientras que extraordinario haría referencia a lo complejo, lo artificial e invasivo.En cualquier caso, la conclusión es que esta distinción sería también irrelevante, y podría sustituirse sin más por aquella otra entre tratamientos opcionales y tratamientos obligatorios [14].
c)Técnicas de mantenimiento y tratamientos médicos
La tercera distinción resulta más difícil de rebatir y por ello algunos autores comienzan con tres casos límite, de los que recogemos el primero:
Una mujer viuda de 79 años presenta una historia de ataques isquémicos transitorios, que han producido un daño cerebral con pérdida de habilidades mentales y de orientación. Padece también tromboflebitis y fallo cardiaco congestivo. Un día sufre un infarto cerebral masivo, con pérdida de la capacidad de comunicación verbal. Permanece sensible a los estímulos dolorosos. Se intenta la hidratación y nutrición con sonda nasogástrica, pero la mujer se resiste con la fuerza, y se extrae el tubo de la alimentación.
Se decide entonces utilizar la nutrición parenteral, por medio de catéter intravenoso. Después de varios días, el personal sanitario tiene dificultad para encontrar nuevos puntos por dónde introducir el catéter, y deciden, junto con su hija y su nieta, suprimir estos medios de nutrición e hidratación,manteniendo una mínima asunción de líquidos por vía oral. La paciente muerte pacíficamente la siguiente semana.
Para estudiar la supuesta distinción entre técnicas de mantenimiento y tratamientos médicos, nuestros autores analizan los argumentos a favor que pueden encontrarse en la literatura. El primero es que la nutrición e hidratación médica son siempre requeridos por la dignidad y el bienestar del paciente. Además estas técnicas de mantenimiento poseen un significado simbólico, ya que para un médico suponen la esencia de la atención y de la compasión. Por último, no tener en cuenta esta distinción conduciría a un deslizamiento moral que sería incapaz de poner límites en los casos de hidratación y nutrición artificial. Sin minusvalorar la fuerza de estos argumentos, Beauchamp y Childress sostienen que habría que tener también en cuenta que en algunos casos la alimentación artificial puede suponer para el paciente una carga mayor que los beneficios obtenidos[15].
La conclusión es, por tanto, que en determinadas circunstancias sería legítimo no proporcionar este tipo de hidratación y nutrición a sujetos incompetentes. Concretamente, en el caso de que sólo con gran dificultad fuera posible mejorar su hidratación y nutrición. También cuando, aun obteniendo esa mejora no proporcionara un beneficio (citan el caso de los anencéfalos y de los sujetos en estado vegetativo persistente). Por último, en aquellos casos en los que, habiendo un cierto beneficio, las cargas que conlleva se consideren superiores (citan el caso de técnicas médicas que producen gran incomodidad en un paciente con grave demencia). Por supuesto, los sujetos competentes podrían rehusar estas técnicas si necesidad de cumplir dichas condiciones[16].
d)Efectos intencionados frente a efectos simplemente previsibles
Detrás de esta última distinción se encuentra el debate sobre la utilidad del principio del doble efecto, que ha sido frecuentemente invocada en las cuestiones sobre la legitimidad de la acción terapéutica en situaciones de conflicto. Nuestros autores la analizan a la luz de cuatro casos: la posibilidad de intervenir un tumor cervical durante el embarazo con pérdida del feto; la eliminación del embarazo ectópico; la opción abortiva en el caso de cardiopatía grave; y el recurso a la craneotomía. Concluyen que el principio del doble efecto no es capaz de explicar la diferencia entre la valoración moral positiva de recibe la intervención del tumor cervical(que considera la muerte del feto como efecto colateral), y la negativa de la craneotomía (que lo ve como medio para salvar la vida de la madre).
Proponen resolver el conflicto distinguiendo entre intención(referida a lo que se planea hacer) y motivación (la causa por la que se hace). Sostienen que algunas partes del principio del doble efecto son perfectamente aceptables, como por ejemplo, la necesidad de proporción suficiente para poder legitimar una consecuencia negativa; sin embargo, «la ética biomédica es capaz de sostener ese mismo requisito general para muchos más casos de los permitidos por el principio del doble efecto» [17].
e)Tratamientos optativos y tratamientos obligatorios
Beauchamp y Childress en lugar de estas distinciones, sugieren emplear aquella entre tratamientos optativos y tratamientos obligatorios.Los criterios sobre los que apoyan la distinción son la calidad de vida del paciente y la indicación médica [18].«Partimos de la base que, cuando la calidad de vida es tan baja que las intervenciones producen más daño que beneficio para el paciente, está justificado no empezar o suprimir un tratamiento» [19].En cualquier caso, es necesario tener presente que no se trata de un concepto arbitrario basado en preferencias personales, sino que tiene en cuenta criterios claros sobre los beneficios y cargas que comportan las diferentes intervenciones. Estos criterios claros no quedan bien definidos en las páginas siguientes del libro, donde se insiste sobre todo en el “mejor interés” del paciente. Al hablar de los enfermos incapaces de una elección autónoma, señalan que ese mejor interés «queda definido en términos de su personal bienestar». En cualquier caso, la calidad de vida no ha de confundirse con el valor que otros puedan otorgar a la vida del paciente, ni se puede medir en relación a las cargas que supone para la familia. Un criterio similar habría que seguir en el caso de recién nacidos con graves patologías. Aunque hay diversidad de opiniones sobre el modo de proceder, Beauchamp y Childress reconocen que existen circunstancias en las que estaría justificado no iniciar ciertos tratamientos (not to treat) y permitir que los pacientes mueran(allowing die) [20].
También aparecen mencionados en este apartado los tratamientos fútiles, como aquellos que comportan más daño que beneficio.En ocasiones se ha considerado este tipo de intervenciones como terapias opcionales que el paciente podía rechazar. Esta asunción es problemática, pues si realmente no proporcionan un beneficio suficiente al paciente el equipo médico no debería considerar dicho tratamiento entre las alternativas[21].En cualquier caso, el concepto de futilidad es bastante vago y como en las distinciones anteriores encontramos el problema de señalar qué tratamiento puede entrar en esta categoría y cuál no. Según Beauchamp y Childress esta información la proporcionaría nuevamente la calidad de vida del paciente[22],que queda por tanto como concepto central en este tipo de decisiones en relación con la no maleficencia.Y permite además presentar los problemas sobre la necesidad o no de intervenir con la distinción entre tratamientos opcionales y tratamientos obligatorios.
Entre los dilemas que aparecen en este campo, los más complejos son los recogidos bajo el epígrafe matar y dejar morir (killing and letting die).Nuestros autores los tratan en un apartado específico.
Matar y dejar morir
Existen situaciones de enfermos terminales donde no resulta sencillo determinar cuál es el papel que juega la actuación del personal sanitario en la evolución del paciente. O dicho de otro modo, qué causalidad haya que atribuir a dicha intervención. En esas situaciones es difícil determinar si el paciente fallece por una determinada acción u omisión (por parte del médico), o si la muerte es la evolución natural de la enfermedad que padece. Por ello, Beauchamp y Childress escriben que en bastantes ocasiones resulta inadecuada la clásica distinción entre “dejar morir” y “matar”.Entendiendo dejar morir como una omisión que podría justificarse desde el punto de vista moral (y legal); mientras que matar sería siempre una acción inaceptable en ámbito médico (no así en otros ámbitos, como el de la pena de muerte o la defensa propia,donde sí podría justificarse).
Para estos autores el hecho de que dejar morir a un paciente pueda ser generalmente justificable, y matarlo no lo sea sino raramente,no es relevante para la calificación moral (o legal) de ese tipo de actos. Es más, habría situaciones en las que dejar morir sería peor que matar. Piénsese a la omisión de las técnicas de reanimación cardiopulmonar en un paciente que se puede salvar y llevar una vida normal, frente al caso de la muerte por compasión en un enfermo terminal que la ha solicitado. La conclusión es que lo importante no es la acción u omisión por parte del profesional(el “tipo de acto”), sino el motivo y las consecuencias de dichos actos (sean de omisión o de acción)[23].Reconocen que la valoración moral no puede quedarse al nivel del acto físico, sino que debe ir más allá.
Sugieren el siguiente experimento mental: en un hospital semiprivado dos enfermos con la misma patología comparten una habitación. Ambos están conectados a un respirador mecánico. Supongamos que uno de ellos quiere continuar en esa situación, mientras que el segundo pide que se le desconecte. Si el médico desconecta los dos aparatos y mueren ambos, no podremos decir que ha hecho lo mismo en uno y otro caso. Son dos situaciones distintas tanto desde el punto de vista moral como desde el punto de vista legal.Mientras que en un caso deja morir a su paciente, en el otro lo mata. Una vez llegados a este punto nuestros autores hacen el siguiente razonamiento: si está justificado omitir un tratamiento sabiendo que se producirá la muerte del paciente (en el caso de que no haya obligación de tratar),sería absurdo no poder justificar en esas mismas condiciones(ante un paciente que pida que le dejen morir) un acto positivo que produzca el mismo resultado, o sea, la muerte del paciente
Por tanto, la diferencia importante no es aquella entre dejar morir y matar, sino la que distingue entre tratamientos optativos y tratamientos obligatorios[24].
Justificación de la ayuda al morir
La pregunta que nuestros autores se plantean a continuación es la siguiente: ¿existen circunstancias en las que sea permisible adelantar el momento de la muerte?Muchas personas piensan que efectivamente se dan esos casos, y nuestros autores son de la misma opinión. De todas formas no consideran necesario, ni siquiera oportuno, cambiar la práctica médica y la legislación para permitir la eutanasia activa voluntaria(aquella solicitada por el enfermo), ya que la simple ponderación entre daños y beneficios podría resultar perniciosa [25].
El modo de justificar la validez de una petición (por parte del paciente) y una actuación eutanásica (por parte del médico) apoya en los mismos argumentos que hacen justificable el dejar morir a un paciente en determinadas condiciones. Y esa razón es la elección autónoma [26].Por eso, Beauchamp y Childress concluyen que «causar la muerte no es siempre un acto malo (evil)» [27].
De todas formas, «el hecho de que deba respetarse en algunas circunstancias la petición autónoma por parte de un paciente de ser ayudado a morir (aid-in-dying), no significa que puedan justificarse todos los casos de suicidio asistido médicamente»[28].
Recuerdan un famoso caso, con gran repercusión en la opinión pública, que tuvo como protagonista al doctor Jack Kervokian. Se trataba de una mujer de 54 años diagnosticada poco tiempo antes de enfermedad de Alzheimer. Una semana después de la primera entrevista, la señora Adkins y el doctor Kevorkian se dieron cita en un parque en el norte de Oakland. Allí con un sencillo aparato la mujer pudo acabar con su vida simplemente apretando un botón.
Muchos juristas, médicos y escritores criticaron la actuación del doctor Kevorkian, que Beauchamp y Childress llegan a calificar de cruel, pues la enfermedad se encontraba en sus primeros estadios, y no le imposibilitaba una vida normal (era capaz de jugar al tenis con su hijo). Por otro lado, era muy posible que estuviera pasando por un momento de depresión psicológica que Kervorkian debía haber apreciado[29].
De todos modos, nuestros autores piensan que «son bastantes(several)los casos en los que el suicidio asistido está justificado» [30].
Entre ellos estaría el de Larry McAfee, tetrapléjico, a quien la corte de Georgia le permitió que un médico le suministrara un sedante, de modo que fuera capaz de desconectar él mismo el ventilador que le permitía respirar de modo artificial. Otro caso que presentan es el de un paciente de leucemia. Tras rechazar un tratamiento de dudosa eficacia, arriesgado y doloroso; y después de valorar todas las posibilidades con el doctor y su familia, solicitó asistencia para el suicidio, como medio para acabar con su sufrimiento.
Para distinguir las situaciones en las que estaría justificada la asistencia al suicidio, de aquellas otras en las que no lo estaría, Beauchamp y Childress proponen las siguientes condiciones:
Referencias
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- ↑ Gracia, D. (1990). Primum non nocere. El principio de no-maleficencia como fundamento de la Ética Médica. Madrid: Instituto de España. Real Academia Nacional de Medicina. p. 81.
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- ↑ Principles of Biomedical Ethics. 1979. p. 115.
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