Proporcionalidad de los tratamientos
Introducción
En la actual cultura bioética, la proporcionalidad de los tratamientos es de la máxima actualidad, no solo por el nuevo enfoque epistemológico de la bioética, sino porque la cuestión excede la mera relación médico-enfermo para situarse de lleno en la sociedad. De hecho, la noción clara en torno a la proporcionalidad en los tratamientos puede humanizar la sociedad y, al contrario, una sociedad enferma influirá a la hora de indicar qué se trate de la cuestión. La relación es pues múltiple y las cuestiones planteadas complejas y variadas. se procurará señalar sintéticamente las más importantes, para concluir en que siguen siendo los médicos los que se empeñan en contribuir y hacer más humana la sociedad con el correcto y competente servicio a la vida.
Definición
Proporcionalidad en los tratamientos indica la reflexión profesional ante los límites, obligaciones y modalidades del uso de la terapia en medicina.
Intrínsecamente unido está el concepto de balance que contempla los riesgos y los beneficios ante una toma de postura curativa. La complejidad de la cuestión radica en que los medios terapéuticos presentan consecuencias, suelen presentarse en situaciones de gran compromiso vital y el elemento socio-sanitario y económico se encuentra presente.
Análisis descriptivo
Hablar de proporcionalidad de los tratamientos acentúa la dinamicidad entre el medio y quien lo emplea. Lo que es idóneo u ordinario para una persona puede no serlo para otra, o lo que es extraordinario en una estructura sanitaria puede no serlo en la vecina. La proporcionalidad del tratamiento responsabiliza mucho más al paciente y a su entorno que en tiempos pasados, ya que no estandariza un modo de hacer sino que individúa hasta el extremo las vías de acción en un momento normalmente delicado e importante en la enfermedad. El médico y el enfermo deben unirse cada uno a su modo activamente en la toma de decisiones con el fin de calibrar los medios para mejorar la calidad de la vida y también la calidad de la muerte. La distinción entre medios proporcionados y desproporcionados subraya la responsabilidad que el hombre tiene de administrar racional y responsablemente los conocimientos proporcionados por la técnica diagnóstica actuando desde la libertad, pero nunca dejándose llevar por el arbitrio y respetando la vida como bien fundamental aunque no absoluto. Siendo totalmente necesaria la conveniencia de definir los criterios para la valoración proporcionada de un tratamiento, habrá que subrayar también la flexibilidad en su uso con un sano discernimiento de las irrepetibles circunstancias clínicas que rodean al enfermo. Y precisamente teniendo en cuenta esta singularidad es como deben actuar los protocolos de acción.
Criterios de aplicación del principio de proporcionalidad
Destacan:
- Objetivo u objetivos del tratamiento: es lo primero que se debe preguntar. Valorar los riesgos y los beneficios hipotéticos de una terapia que exige la interacción médico-paciente. Qué posibilidades reales se ofrecen, cómo serán las recidivas, cómo será la calidad de vida, qué tipo de dolores se van a derivar, etc.
- Tolerancia del paciente al tratamiento que tendrá una doble vertiente: el propio convencimiento de la idoneidad de la misma y la terapia que se ajuste a sus propias particularidades.
- Selección del tratamiento a ejecutar por el médico. El médico, tras la ponderación antes descrita, debe recomendar el tratamiento más eficaz, más seguro y más adaptado a las características del paciente concreto. Una vez que se ha seleccionado cuál es el tratamiento más proporcional, hay que llevarlo a cabo. Para activarlo habrá que tener en cuenta que el tratamiento elegido esté disponible y que tanto las dificultades técnicas así como las económicas no resulten desproporcionadas en relación con el beneficio esperado. Igualmente es necesario la complicidad y tolerancia del paciente. Esta complicidad dependerá a su vez de varios factores a tener en cuenta en los que el médico desde el más absoluto de los respetos puede orientar. A modo de síntesis podrían resaltarse cuatro:
- Del grado dispuesto a tolerar ciertos medios técnicos
- Del cortejo de valores que posea el enfermo
- Del impacto emotivo que el tratamiento pueda desencadenar en el paciente
- Del valor que se le atribuya por parte del paciente al beneficio esperado
- El análisis de todos estos requisitos es complejo no solo para el médico sino para el paciente, que en muchas ocasiones se encuentra comprometido seriamente en cuanto al aspecto psíquico se refiere. La afectación emotiva también puede afectar a la familia que en ocasiones decide por el enfermo y que es oportuno posibilitarla un cierto espacio de tiempo.
Coordenadas de la decisión del tratamiento proporcionado
Vienen definidas y condicionadas por:
Terapia del dolor
Pudiera no presentarse en algunas situaciones, pero en condiciones terminales, el componente álgico es importante. El dilema entre prolongar la vida con dolores incapacitantes y acortarlos aún a costa de abreviar el desenlace de la muerte, la mayoría opta por lo segundo. Aún sabiendo que la ingesta de fármacos sedativos disminuye la lucidez, no debe considerarse reparo alguno desde el punto de vista moral. Se trata de uno de los casos clásicos del principio moral del doble efecto, abundantemente explorado por la reflexión racional y eclesial. Por tanto, no debe considerarse desproporcionado un tratamiento que con el fin de luchar contra el dolor pueda derivarse de dicha acción una anticipación de la muerte. Desproporcionado sería lo contrario. Si complejo aparece el análisis en el dolor físico, tanto mayor aparece en el dolor psíquico. ¿Cómo detectar el umbral de dicho dolor en un paciente? Un dolor que en muchos casos traspasa los límites físicos del paciente invadiendo su entorno familiar. La intervención proporcionada deberá tener en cuenta ese entorno en su decisión responsable. El sufrimiento psíquico en pacientes comprometidos es imprevisible y no siempre objetivado en acto. Las UCI son ciertamente los espacios donde este dolor indescifrable hace su aparición más descarnada en intensidad. La proporcionalidad adecuada debe tener en cuenta esta situación.
Saber explicar qué significa que en este caso concreto el éxito del tratamiento tenga el porcentaje tal o cual. El médico informa y el paciente decide. Por otra parte, cuando se habla de plenitud física, psíquica y social, no se debe entender como la plenitud de una de ellas aisladas. La salud es algo más holístico que la suma de las partes. Algunas pueden estar comprometidas pero es el estar bien lo que en el fondo cuenta para el paciente. Por tanto, esto debe tenerse en cuenta a la hora de actualizar un protocolo y en muchas ocasiones renunciar a un análisis anatómico de cada componente.
Elemento material
Nadie escatima nada por el bien y la salud de un ser querido. El problema no es ese, evidentemente. Dicho esto lo que realmente se plantea es el coste que puede tener para el paciente y para la sociedad la aplicación de un tratamiento. Habrán situaciones de clarísima desproporcionalidad porque los medios técnicos especializados (generalmente muy costosos) no supongan no solo un beneficio para el paciente, sino en muchos casos un deterioro de su dignidad como por ejemplo en el encarnizamiento terapéutico. Un problema real en nuestras sociedades occidentales es la disyuntiva a la que se enfrenta la sanidad pública cuando con unos medios limitados tienen que atender a un número desproporcionadamente elevado de pacientes. ¿Qué hacer, a quién atender? Por ejemplo, en situaciones cotidianas en una unidad coronaria o en una sala de hemodiálisis o en una UCI, una bioética de corte utilitarista lo tendría fácil, es decir, aquel que previsiblemente sea más útil será el candidato destacado para la realización de la terapia. Pero esta decisión es lesiva para la dignidad humana; la dignidad humana no se mide por la utilidad. Pero, en el fondo, ante la limitación de recursos habrá que reflexionar y sopesar y elegir la proporcionalidad de los tratamientos, para no gravar desproporcionadamente a la sociedad que tiene como primera obligación la búsqueda del bien común. Las autoridades sanitarias deben actualizar ese deber societario para optimizar los recursos en orden a un uso más racional y humano de los mismos.
Antecedente histórico
Han sido los moralistas católicos los que introdujeron en la década de los cincuenta del siglo pasado la diferenciación entre medios terapéuticos ordinarios y extraordinarios. Según aquellos, los medios terapéuticos extraordinarios son los medios que no pueden ser usados sin un componente excesivo de dolor u otra inconveniencia, o que usados no garanticen una esperanza razonable de beneficio. La consideración ordinaria o extraordinaria de un medio terapéutico no se debía solamente a las características intrínsecas del medio, sino que depende de cada caso clínico al cual debe ser aplicado. Con el correr del tiempo, se comprobó que lo que antes era un medio extraordinario podía ser considerado ahora como un medio ordinario, y podría ser inoportuno calificar de esta forma a los medios terapéuticos. Se prefirió denominarlos desproporcionado o proporcionados. Esta terminología es menos equívoca y más ajustada a la realidad clínica diaria que singulariza para el paciente concreto qué beneficios y qué desventajas se pueden esperar de su abordaje terapéutico. Esta terminología implica la complejidad de afinar más en cada caso y es un deber al verse implicados bienes fundamentales. El recurso a los medios proporcionados es subrayado por parte del Magisterio católico donde se expresa a principios de los ochenta en estos términos: "es también ilícito interrumpir la aplicación de tales medios, cuando los resultados defraudan las esperanzas puestas en ellos". Pero en la toma de decisiones se deberá tener presente el justo deseo del enfermo y de sus familiares, así como del parecer de médicos verdaderamente competentes; estos podrán sin lugar a dudas juzgar mejor que nadie si la utilización de instrumentos y de personal es desproporcionado frente a los resultados previstos y si las técnicas puestas en acto imponen al paciente sufrimientos y daños mayores que los beneficios que se puedan conseguir. Es siempre lícito contentarse con los medios normales que la medicina puede ofrecer. Por tanto, no se puede imponer a ninguno la obligación de recurrir a un tipo de tratamiento que en cuanto ya en uso, todavía no está ausente de peligros demasiado gravosos. Su rechazo no equivale al suicidio: significa sobre todo la aceptación de la condición humana, o el deseo de evitar la ejecución de un dispositivo médico desproporcionado a los resultados que previsiblemente se podrían esperar, o bien a la voluntad de no imponer deberes demasiado gravosos a la familia y a la sociedad”[1].
Aspectos éticos
En la inmensa mayoría de los casos, cuando hay concordancia entre el parecer del médico y del paciente, los problemas no son importantes, pero cuando las opiniones son divergentes ¿quién tiene la última palabra, el enfermo y su entorno o el médico? La autoridad competente del médico y la autonomía del paciente se busca que coincidan. El médico tiene la obligación moral de procurar la curación del paciente y al mismo tiempo de respetar exquisitamente la autonomía del paciente. El paciente puede disentir de la terapia informada que se le comunica;de esta manera, por este rechazo va también una responsabilidad moral. Las situaciones terminales y de gran compromiso no son materia de generalización. Es difícil discernir si se ha abusado por parte del médico de la autoridad que le reviste la ciencia así como de discernir si la autonomía del paciente ha sido tal o su libertad manipulada por el entorno o por su situación donde no estaríamos ya hablando de verdadera autonomía sino de arbitrio extremo, como puede aparecer en situaciones donde la consciencia está seriamente comprometida. En esta precisa situación algunos apuestan que en dichas condiciones el acto terapéutico pudiera perfectamente ser justificado en nombre de un consenso obtenido anteriormente. Otros en cambio señalan que la voluntad del paciente debe ser respetada siempre. La situación se complica todavía más cuando se aplican terapias que no curan, sino que tan solo prolongan la vida (por ejemplo, en enfermos renales la hemodiálisis), donde los pacientes pueden considerar desproporcionados ciertos medios terapéuticos y exigir la interrupción de los mismos. En algunos casos, el médico deberá informar y razonar su forma de proceder para que el enfermo llegue a entender el porqué y el cómo del tratamiento. Al final, una vez que el médico se ha hecho entender, no puede imponer un tratamiento. Sí podrá trabajar para adquirir la complicidad de su paciente y que este apueste siempre por la vida a pesar de que esta elección suponga superación, esfuerzo y remontar varias situaciones adversas. También se puede dar la situación adversa, es decir, que el paciente exija la aplicación de un tratamiento que el médico considere desproporcionado. En este caso, si los riesgos son pequeños y los beneficios posibles, el médico podría acceder. Pero está el médico en su derecho de no continuar un tratamiento que él juzga arriesgado e inútil. Ante un hipotético número elevado de pacientes y candidatos a la misma terapia, tras una reflexión ponderada, deberá actuar ante aquellos que presenten más urgencia o mayor probabilidad de obtener un beneficio esperado. Por tanto, se excluye aquellos pacientes cuyo tratamiento pudiera ser considerado proporcionado pero extraordinario. Esto subraya lo anteriormente apuntado de cómo a veces la proporcionalidad de los tratamientos depende también y en gran medida no solo de la responsabilidad moral del médico y del enfermo, sino de los problemas éticos que afectan a la política sanitaria para discernir qué inversiones se aportan para los tratamientos extraordinarios y qué cantidad para los ordinarios.
De especial consideración requiere el análisis de los problemas al final de la vida. Cuando la muerte es inminente y son muy limitadas las posibilidades de remontar una situación, es necesario preguntarse a qué precio deben usarse los medios terapéuticos. El médico debe tener claro que su papel es el de tutelar la vida, pero sin negarse a aceptar la realidad de la muerte. Si los tratamientos médicos son ya insuficientes e inútiles, el médico deberá acompañar al enfermo dejando que su vida vaya al encuentro de la muerte, sin pararse a realizar el encarnizamiento con él. El encarnizamiento terapéutico es una agresión injustificada sobre el paciente. En algunas situaciones clínicas como en el paciente terminal es más fácil establecer los límites del tratamiento y a menos que el paciente no manifieste lo contrario, la única terapia es la eliminación del dolor y la asistencia vital. En otros casos, la valoración es más compleja. Algunos aplicando el principio de proporcionalidad terapéutica sostienen que en general la reanimación terapéutica cardio-pulmonar no está indicada en un paciente terminal con fallos cardíacos reiterados. En los comatosos es necesario siempre mantener la asistencia y reflexionar sobre otro tipo de medios proporcionados. Si el coma fuera irreversible bastaría la asistencia vital (hidratación y alimentación). También esto ha originado problemas, reflejados en la literatura médica, hay quien decide que ante la duda se debe mantener la vida; hay quien sostiene que respecto a un beneficio improbable tiene mayor importancia el valor de la calidad del paciente. El problema siempre se agiganta porque el paciente no puede manifestar su parecer. Otra situación grave ocurre en neonatos que sufren severas malformaciones, el dilema y el conflicto está ante el uso de medios invasivos con un pronóstico infausto y la decisión de los padres en este caso. Si se da disparidad de opiniones, intervendrá un juez como último recurso.
A medida que la medicina se tecnifica, las posibilidades son más y también los casos de conflicto. Deberán actualizarse los principios bioéticos al caso particular, huyendo de la estandarización que puede poner peligro la masificación de las prestaciones médicas. Los límites teóricos son claros; ni acortar directamente, ni prolongar directa e innecesariamente la vida humana. El enfermo debe vivir la vida, la enfermedad y la muerte con la dignidad que le asiste. Este es el fin último de la proporcionalidad de los tratamientos que señalan la realidad de que no existen enfermedades sino enfermos.
Bibliografía
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- Leone, S (2002). La Prospettiva Teologica in Bioetica. Acireale.
Referencias
- ↑ Congregación para la Doctrina de la Fe (5-5-1980). Declaración Bona et Iura.