Diferencias hombre y animal
El diferente estatuto jurídico de hombres y animales es consecuencia de su diferente estatuto ontológico.
- El ser humano está revestido de dignidad, lo que exige el reconocimiento de unos derechos que aseguren una vida digna.
- El animal carece de dignidad, pero debe ser objeto de protección por el Derecho, aunque no se le reconozcan derechos.
Un acercamiento a la diferencia desde la prehistoria[editar | editar código]
El distinto modo de ser del hombre y de los animales es puesto de relieve por los paleoantropólogos, que concuerdan en la temprana diferenciación a partir de los ancestros y que se acentúa con la aparición del homo sapiens. La simple observación empírica muestra un salto cualitativo en la naturaleza del hombre, que abre un abismo entre éste y los animales. Dicho salto cualitativo es el que permite al hombre:
- No sólo saber, sino valorar lo que sabe.
- Transmitir conocimiento abstracto.
- Aprender de los demás.
- Realizar proyectos de vida –a largo plazo- y ejecutarlos.
- Elegir entre las opciones de obrar valorando las consecuencias.
- Sacrificarse por los demás sin hacerlo de modo instintivo.
- Distinguir entre lo correcto y lo incorrecto.
- Plantearse la existencia de un más allá, etc.[1]
Los seguidores del evolucionismo materialista apuestan por la simple evolución gradual de la materia como causa de ese salto y descartan una posible causa externa, pero no pueden justificar científicamente por qué el cambio se aprecia en el humano moderno y no en sus ancestros, y mucho menos en los animales[2]. Wallace rechazó que todas estas capacidades propiamente humanas pudieran aparecer por simple evolución de la materia y descartó que un cambio tan espectacular fuera resultado de una lenta evolución gradual, apuntando a una causa sobrenatural.
Darwin, sin embargo, sostuvo que eran resultado de un simple y largo proceso evolutivo[3], hipótesis compartida por los seguidores que descartan saltos cualitativos en la naturaleza humana por causas externas. Para los seguidores de Darwin, entre los humanos y el chimpancé, animal con mayor parecido genético, no hay diferencia de cerebro, sino de su grado de desarrollo, sólo que en un momento el cerebro del chimpancé se estancó y desde entonces no ha experimentado desarrollo alguno, mientras que los humanos seguirían lentamente experimentando un desarrollo cerebral progresivo.
David Premack afirma, sin embargo, que sí se produjo una auténtica discontinuidad entre el primer ancestro y los grandes primates no humanos, un verdadero salto cualitativo, y que debieron producirse otros saltos posteriores que han distanciado aún más a los humanos de los primates[4].
Si bien se puede admitir solamente una diferencia gradual entre el chimpancé, el ardipiteco y el australopiteco, la aparición de homo habilis y rudolfensis supuso un salto cualitativo, apreciable en el pensamiento abstracto y la proyección de futuro. Hacer y portar herramientas líticas sofisticadas para utilizarlas en cualquier momento, como hicieron habilis y rudolfensis, no se había hecho hasta ese momento, y ningún animal lo hace en la actualidad.
Del mismo modo, se puede admitir una diferencia tan sólo gradual entre las sucesivas especies humanas, incluidos los primeros sapiens. Aún faltan datos para valorar si los primeros sapiens, de los que se sabe muy poco, dieron el salto cualitativo definitivo por el cual se caracterizan en la actualidad, pero no cabe duda de que en algún momento –ya fuera desde su origen o más adelante- dio un salto espectacular en sus capacidades que lo distanciaron de todos sus ancestros y de cualquier otro animal de entonces y de los actuales.
No es posible decir lo mismo de neandertal porque con su extinción desapareció la posibilidad de contrastar hasta dónde pudo llegar. Su desarrollo intelectual fue inferior al sapiens, pero aun así alcanzó un grado considerable[6]. Talló piedras de su entorno y se alejó para buscar otras más apropiadas para sus armas, se organizó socialmente, cuidó de sus heridos, practicó enterramientos, fabricó ornamentos personales, pudo tener un lenguaje más o menos desarrollado para comunicarse con sus congéneres y, en fechas recientes, se han descubierto evidencias de que cultivaron el arte de forma muy elemental (manos pintadas en negativo y líneas y puntos en el interior de las cuevas que habitaron). Se ha apuntado que llegó, incluso, a conocer el uso medicinal de algunas plantas, a las que pudo recurrir como remedio para tratar sus dolencias[7].
Todo ello lleva a suponer que el neandertal tuvo en aquella etapa prehistórica una capacidad racional e intelectual similar a la del sapiens, muy superior a la de cualquier animal, pero sobre la que no se puede hacer más apreciaciones que las que permiten sus fósiles y su legado, pues se extinguió hace miles de años.
El hombre y los animales en la actualidad[editar | editar código]
Son numerosos los autores que reivindican el reconocimiento de la dignidad y derechos a los animales, en especial para los grandes primates7[8]. Esto sólo podría hacerse si se parte de una absoluta redefinición de la persona, de la dignidad y del Derecho. En las fuentes originarias se puede comprobar que la primera apelación histórica a la dignitas (como cualidad del ser humano) en el campo jurídico se hizo en el siglo II con la intención de reclamar un trato humano para los esclavos, de modo que, aunque el Derecho no les reconociera personalidad jurídica ni derechos, sí les reconocía un estatuto jurídico distinto al de los animales en razón de su humanidad: eran seres con dignidad[9].
Este primer reconocimiento no les libró de la esclavitud, pero sí de su cosificación y, en parte, del trato degradante a manos de sus dueños. El reconocimiento jurídico de la dignidad se abrió paso muy lentamente con el transcurso del tiempo hasta su admisión universal en el siglo XVIII y su posterior aceptación como fundamento de los derechos humanos en el siglo XX[10]. En el fondo de este reconocimiento siempre estuvo la idea de la racionalidad y la libertad natural que diferenciaba al ser humano de cualquier otro ser, correspondiéndole un estatuto jurídico distinto en razón de su estatuto ontológico. A la necesidad de reconocer y proteger la dignidad.
Los filósofos griegos y primeros pensadores romanos se fijaron en la racionalidad y libertad natural exclusivas del ser humano para defender una superioridad ontológica sobre los animales que terminaría por reconocerse como dignidad.
En cambio, los primeros autores cristianos que profundizaron en esta cuestión invirtieron los términos al sostener que la creación del hombre a imagen y semejanza de Dios lo dotaba de una dignidad inexistente ante cualquier otra criatura, y esa dignidad originaria exigía que fuera creado con racionalidad y libertad. Es decir, el hombre no era digno por tener racionalidad y libertad, sino que tenía tales cualidades por haber sido creado con dignidad[9].
De igual modo, la titularidad de derechos aparece en las primeras y sucesivas fuentes jurídicas como exclusiva del ser humano, ya que, por su racionalidad y libertad, sólo él era capaz de comprender las situaciones vitales, hacerse cargo de sus implicaciones y actuar con libertad y responsabilidad. Y aparece de forma reiterada ya en las fuentes medievales que los animales debían ser protegidos por el Derecho, pero no ser titulares de derechos porque carecían de racionalidad y libertad, y, por lo tanto, de responsabilidad[9].
Hoy, diversas corrientes, aun admitiendo que el animal carece de cualidades para hacerse cargo de sí mismo y de las consecuencias de sus acciones, reivindican derechos para ellos derechos con argumentos como la similitud de algunas de sus capacidades y la gran coincidencia genética.
Aun siendo cierta la escasa diferencia genética entre el hombre y el chimpancé (apenas un 2%), responde N. Jouve que esa simple diferencia del 2% supone 63.5 millones de diferencias puntuales (el ADN tiene unos 3.175 millones de pares de bases nucleotídicas), diferencias que abren en la práctica un abismo entre uno y otro[11].
Los que más se aproximan en capacidades son el chimpancé, el gorila y el orangután, pero están a años luz de las capacidades humanas. Es cierto que otros animales pueden:
- Aprender de forma limitada por sí mismos o de los demás.
- Transmitir algunos conocimientos.
- Tener una relativa vida social.
- Cuidar en cierta medida de sus congéneres.
- Tener algún presentimiento de su muerte.
- Utilizar algún tipo de herramientas.
- Manifestar emociones, etc.
Pero no hay especie animal que reúna todas estas y otras muchas capacidades que sí se advierten en el ser humano.
Quienes se empeñan en situar al animal y al ser humano en un mismo plano del ser en razón de que poseen algunas de esas capacidades, soslayan que los primeros las tienen de forma parcial y que ninguno alcanza el grado en que se presentan en el ser humano. La clave está en su modo de ser, en la compleja racionalidad y libertad, cualidades que se manifiestan en capacidades concretas que le permiten hacerse cargo de su vida en el entorno en el que convive junto a los demás, algo fuera del alcance de cualquier otro animal conocido. Cuándo y cómo aparecieron y se desarrollaron estas cualidades y capacidades que diferencian al hombre de los animales son cuestiones difíciles de responder[12]. Pero lo cierto es que sólo las personas las tienen en un grado tan cualificado que los vuelve distintos de los animales en el modo de ser.
Consciencia y autoconsciencia[editar | editar código]
La consciencia, el saber qué somos y quiénes somos, es propia del hombre.
Como afirma Arsuaga, “los animales tienen –además de sensibilidad- deseos y conocimiento, pues saben y quieren, pero no parecen capaces de analizar sus propios deseos y conocimiento: no saben lo que saben ni tampoco saben lo que quieren, porque les falta el tercer ojo, el que mira para adentro. La consciencia humana se dirige también hacia sí misma, y así somos conscientes de tener consciencia”[13].
La incapacidad del animal alcanza no sólo al conocimiento de su interior, sino al reconocimiento externo de sí mismo. Sólo los grandes primates, con una mínima consciencia, se reconocen a sí mismos ante un espejo, mientras que el niño comienza a reconocerse alrededor de los 18 meses de edad[14]. La autoconsciencia permite reconocerse interiormente y valorar lo que sucede en el interior. Por supuesto que los animales con un sistema nervioso central pueden sentir y manifestar emociones (estrés, alegría, sufrimiento, dolor, etc.), pero no valorarlas ni controlarlas, aunque aparezcan cada día más estudios sobre la similitud entre las emociones de animales y las humanas, fruto de una proyección del modo de sentir humano en las conductas de los animales[15].
A diferencia del animal, el ser humanos no sólo es conscientes de él mismo, sino también de la existencia de los demás tal como son y la relación que guardan con ellos, por esto, sólo los hombres son capaces de reconocer lazos familiares amplios, de reconocer a otros como padres, hermanos, abuelos, sobrinos, tíos, nietos, etc.[16] Y no sólo de reconocerlos, sino de asumir su cuidado cuando las circunstancias lo requieren, aunque haya transcurrido largo tiempo desde que finalizó la convivencia. No es extraño que un hijo regrese a casa de sus padres ante una situación adversa, o que los hijos acojan a sus padres cuando se han hecho ancianos y necesitan cuidados, conducta que no se aprecia en ningún animal. La consciencia permite incluso la posibilidad de meterse en la mente de los demás e intuir su actuación, algo que no hace ningún animal.
“Sólo la especie humana tiene intensionalidad (con s): no sólo sé que yo tengo una creencia sobre tu estado mental, sino que también sé que tú tienes otra sobre el mío”[16]. Basta mirar a la cara a una persona durante una conversación para saber si cree o no lo que se le está diciendo, o para intuir lo que piensa al respecto, o valorar su estado de ánimo, etc. Es esta consciencia la que provoca, por ejemplo, que un ser humano se ruborice –algo exclusivo del hombre- o llore por una simple mirada ajena[17].
Capacidad ética[editar | editar código]
Lo bueno y lo malo, lo recto y lo incorrecto, en abstracto y en concreto, sólo es perceptible para el ser humano, capaz de descubrir valores éticos, de vivir conforme a ellos y elegir libremente entre las opciones que se le presentan en la vida real, sin condicionamientos meramente instintivos.
La ética implica necesariamente racionalidad y libertad, capacidades que permiten el dominio sobre ellos mismos y sobre lo que es necesario para realizar el proyecto de vida, y para hacerse cargo de las relaciones hasta el punto de centrarse en los demás[18].
La racionalidad permite conocer los bienes no sólo en cuanto a conocimiento animal, sino también en cuanto a su verdad. A diferencia del animal, cuyos sentidos perciben el bien únicamente como término de su apetito sensible, el hombre lo puede captar además en su naturaleza, es decir, como un bien concreto y limitado que le moverá por la relación que guarde con el bien absoluto o felicidad. De ahí que afirme Amengual que no es sólo la razón en sí lo que diferencia al hombre del animal, sino sobre todo la razón moral.
También los hombres se comportan a veces como animales, y no es que carezcan de razón, sino que ésta no ha sido puesta al servicio de la capacidad moral propia del ser humano para descubrir y hacer el bien, clave para, siguiendo a Heidegger, distinguir las dos formas diferentes de ser y estar en el mundo: mientras que el hombre se comporta, el animal únicamente es capaz de hacer siguiendo sus impulsos. Sólo el ser humano es capaz de captar el mundo tal como es, de ahí que sólo él pueda configurarlo mediante un comportamiento responsable[19].
Afirma Turbón, siguiendo a Campbell, que la ética:
“surgió del total desarrollo de la autoconciencia en un contexto social cuando la cooperación grupal fue decisiva para la supervivencia”[20].
Aunque pueda parecer que existe algo parecido en primates y alguna otra especie (perros, lobos, etc.), éstos carecen de conciencia individual, de modo que su comportamiento hacia los demás responde como mucho a una conciencia grupal[18]. Es cierto que tienen capacidad para cooperar, pero limitan su cooperación al grupo más próximo, excluyendo incluso a familiares cercanos. Ningún animal se plantea cooperar o ayudar a los extraños; puede que suceda, que una petición de ayuda termine por moverlos a actuar, pero no es lo normal.
¿Estaría dispuesta una perra a jugarse la vida por un cachorro que no es suyo? La experiencia nos muestra que no, porque es el instinto el que la insta a salvar sólo a sus propias crías, salvo que esté adiestrada para hacerlo y se le pida en el momento[21].
En los humanos, en cambio, el cuidado de los demás se aprecia en épocas muy tempranas, como muestran los fósiles de homo georgicus de Dmanisi, individuo que, por sus lesiones, debió sobrevivir gracias a los cuidados de sus congéneres. También hay evidencias del cuidado de neandertal hacia sus allegados[22].
Es la capacidad ética la que hace que el hombre prefiera convivir con personas que vivan con rectitud, sean amables, cooperativas, respetuosas, etc., evitando a quienes maltratan a los demás o basan sus decisiones en puro egoísmo. En cambio, es frecuente que el animal prefiera aliarse con el matón, al que ve como el poderoso que puede ofrecerle protección en caso de problemas. Resulta interesante cómo, incluso el bonobo, el que más se parece genéticamente al hombre, prefiere aliarse con individuos que imponen por la fuerza sus caprichos, lo que se interpreta como una alianza con el poder[23].
El dominio del lenguaje[editar | editar código]
Otra característica esencial que diferencia al hombre de los animales es el uso de un lenguaje simbólico y complejo, que requiere no sólo la capacidad de conocer y abstraer, sino también la de comunicar un significado mediante palabras organizadas con sintaxis, expresando ideas abstractas o concretas de forma comprensible para los demás[20].
La genética ha venido a arrojar luz sobre la capacidad de hablar con los estudios sobre el gen del lenguaje, el FOXP2, determinante para el desarrollo de las áreas cerebrales y centros nerviosos que intervienen en el habla. Los primates no humanos carecen de este gen, mientras que en sapiens –según los estudios más recientes- se activó hace unos 120 mil años, momento en el que, según Watson, comenzaría el lenguaje simbólico complejo al disponer ya de la capacidad física (aparato fonador).
Para Gonzalo Sanz debió comenzar de forma gradual, con una comunicación más compleja que la anterior, pero aún rudimentaria, y, sólo al alcanzar el pensamiento más abstracto que caracteriza al ser humano, fue posible articular un lenguaje tan complejo como el que se tiene actualmente[24].
¿Tuvieron lenguaje los ancestros de sapiens? Davidson y Noble defendieron que no podría haber consciencia sin lenguaje, ni lenguaje sin consciencia, por lo que ambos debieron surgir a la vez en un momento de la historia humana. De ahí concluye Arsuaga que:
“Si es verdad que consciencia y lenguaje están indisolublemente unidos, hay en mi opinión lenguaje al menos desde el Homo ergaster”[13]
Aunque se trataría de un lenguaje básico y gestual. Esta hipótesis es la sostenida también por Everett, que atribuye a erectus la necesidad de crear un lenguaje básico que permitiera el desarrollo de actividades en grupo en perfecta armonía de unos con otros. Ni podría articular palabras como las actuales, ni tendría la carga simbólica del lenguaje moderno, pero sería algo más que simples gruñidos[25].
La capacidad de lenguaje en el animal no es posible porque carece del gen FOXP2 y, por tanto, no desarrollará jamás el área cerebral del habla[26]. Ningún animal puede desarrollar una capacidad de comunicación similar a la humana, aunque sí una comunicación basada en simples sonidos y gestos. Este lenguaje animal permitirá una comunicación muy limitada, cuya máxima manifestación será superada por el niño al alcanzar los tres años, que adquiere desde el primer año:
“Unas capacidades para comunicarnos con los demás seres humanos que no admiten comparación con las de los chimpancés y demás primates, por muy listos que sean. La comunicación es una de las grandes especializaciones humanas”[4].
Aprender y enseñar: cultura y creatividad[editar | editar código]
Tanto por experiencia como por condicionamiento, el animal puede aprender por sí mismo y a través de las enseñanzas de sus profesores –humanos u otros individuos de su especie-, pero nunca llegará a alcanzar el significado pleno de lo conocido. Algunos tienen conocimientos instintivos que asombran, como el del castor para construir sus presas, o el de las aves que arrancan espinos para hurgar en las cortezas de los troncos en busca de alimento, etc. Otros los aprenden, como aprende el perro a cazar, o a pastorear, o a detectar drogas.
De nuevo, el animal que más se aproxima a la capacidad de aprender del hombre es el chimpancé, pero se observa “un cierto paralelismo entre ellos y nosotros en el aprendizaje que dura sólo hasta los dos años y medio de vida. A partir de ese momento la brecha se hace más y más profunda, para finalmente llegar a ser un verdadero abismo”[13]. Los primates se diferencian del resto de animales porque pueden aprender unos de otros y enseñar unos a otros, y por eso unos lavan las patatas antes de comerlas y otros no, unos fabrican utensilios para capturar termitas y otros no, unos cascan nueces con piedras y otros no35. [27]
Se afirma que tienen cultura porque entre ellos se transmiten el modo y normas de vida del grupo, cómo conseguir comida o manipularla, etc., “pero no cabe duda de que la cultura en los seres humanos tiene un grado inmensamente mayor de sofisticación y complejidad, y una enorme cantidad de información acumulada”[4]. En realidad, sólo por analogía se podría llamar cultura a los conocimientos que trasmiten y poseen los primates[11].
La capacidad creativa abre otro abismo entre el hombre y el animal[28]. Los instintos pueden llevar al animal a construir madrigueras, presas de retención de agua, nidos, etc., que asombran y se consideran auténticas obras de ingeniería. Pero cuando se analizan en conjunto es posible notar que siempre repiten las mismas obras, que carecen de creatividad.
El ser humano, en cambio, no deja de sorprender. Donde más se aprecia la diferencia creativa entre el ser humano y los animales es en el terreno artístico en sentido estricto. Éstos carecen de arte o de cualquier aproximación al arte, mientras que se han encontrado:
- Colgantes hechos por sapiens con conchas de caracol perforadas en la cueva de Bomblos (Sudáfrica) de unos 80.000 años de antigüedad.
- Estatuillas de Venus que superan los 40.000 años.
- Pinturas de hace 32.000 años de figuras antropomorfas y de animales (uros, caballos, bisontes, rinocerontes, ciervos, etc.).
- Tallas de animales en marfil.
- Flautas de hueso de esta misma época que responden a una concepción simbólica de la realidad que se pretendía reflejar y transmitir.
Ningún animal, ni siquiera los primates más cercanos al hombre, ha sido capaz ni lo será, de crear una obra artística, por simple que pueda ser. Lo más que pueden hacer los primates es aprender a garabatear o impresionar sus manos según lo que les haya enseñado un humano y les pida en cada momento, pero sin iniciativa y sin objeto concreto, pues carecen de la capacidad de proyectar que lo haría posible.
Los niños, con cuatro años son capaces de dibujar, no sólo garabatos de colores, sino objetos y figuras de las personas más cercanas a las que caracterizan según la visión que tienen de ellas, con un colorido más vistoso o apagado, con mayor o menor tamaño, etc.
El sentido de la vida, de la muerte y la trascendencia[editar | editar código]
Otra característica significativa que distancia al hombre del animal es el sentido de la trascendencia y del más allá, que indica el valor que se da a la vida y a la muerte. Puede que la acumulación de un grupo de difuntos hace 430.000 años en Sima de los Huesos implique una consciencia del sentido de la mortalidad, aunque es más probable que indique el valor que otorgaban al hecho de estar vivos[13]. La práctica de enterrar a los muertos es propia del ser humano. Los enterramientos más antiguos hallados hasta el momento son los de Galilea, en Skhul y Qafzeh, donde posiblemente fueron enterrados los protagonistas de una de las primeras migraciones desde África[4][30]. Los enterramientos de hace 32.000 años en CroMagnon (Francia) y 25.000 años en Sunghir (Rusia) indican que tenían ya una clara idea sobre la vida y la muerte, y que honraban a sus muertos con una sepultura cuidada y acompañada de objetos valiosos (colmillos, huesos, conchas, cuentas de marfil, brazaletes, lanzas, etc.) depositados seguramente como ofrenda[31], lo que hace pensar de nuevo en el cambio cualitativo producido en la naturaleza de unos humanos que se plantearon cuestiones más profundas sobre la muerte y el más allá de la vida.[4]
Algún animal puede percibir que se le acerca la muerte y dirigirse a un lugar concreto para morir, o puede mostrar algo similar al dolor humano ante la muerte de un ser querido, pero sin consciencia de lo que sucede realmente y sin el sentido de la trascendencia que implica tal acontecimiento. Sólo el ser humano, como puso de relieve Ratzinger en los 70, es consciente de que, aunque inevitablemente debe morir, cuenta con una puerta abierta a la eternidad, lo que implica un modo único de enfrentarse a la propia muerte y a la de los demás[32].
Lo definitivo: persona y personalidad[editar | editar código]
Hasta ahora se ha hecho referencia a capacidades y manifestaciones externas del modo de ser que diferencian al hombre del animal, redefinidas en ocasiones intencionadamente para sostener que también están presentes en el animal (en general) y afirmar sin ambages que también éstos tienen libertad, lenguaje, altruismo, arte, creatividad y cultura, son capaces de conocimiento abstracto y aprendizaje, etc. Para ello han necesitado, por supuesto, redefinir la libertad, el altruismo, el conocimiento abstracto, el lenguaje, la cultura y todo lo demás.
Pero hay algo más central. Se han desfigurado los conceptos de persona y personalidad para afirmar que persona como el ser humano, por lo que es justicia reconocerle la dignidad (también redefinida) y derechos. Las reivindicaciones de este reconocimiento, desde muy distintos enfoques, tienen en común la redefinición del concepto persona para hacerlo extensible al animal. Destacan en este sentido, por su influencia posterior, las propuestas de Singer, Rollin, Regan, Rowlands, Ryder, Fox, Franklin, etc. Pero la persona es lo que es, no lo que se quiere que sea.
Zubiri aportó luces para superar la confusión generada en cuanto a lo que es la persona. Elogió la claridad de romanos y capadocios al distinguir radicalmente entre la persona (no res) y cualquier otro ser (res)[34], y lamentó el retroceso de Descartes al presentar al ser humano de nuevo como una res (pensante) y de la filosofía kantiana centrada en la persona moral, de la que han llegado tantas versiones hasta la actualidad. Zubiri trató de romper con esa línea y mostrar la radicalidad de la persona, como ser único por su personeidad como base sobre la que desarrollar la personalidad propia: en la personeidad ya está el germen de cualquier elemento de la personalidad, que irá cristalizando con el actuar de cada uno. De ahí que Zubiri definiera la persona como “la unidad concreta de la personeidad según la personalidad”[34]. Para Zubiri, la persona es persona ontológicamente antes de actuar, todo ser humano –y sólo el ser humano- tiene personeidad desde que comienza a ser, pero es el posterior actuar libre (inseparable de su biología y espiritualidad y de su interacción con los demás) el que configura su personalidad y perfecciona a la persona[35], pues ésta no llega al mundo de un modo acabado, sino que tiene que ir perfeccionándose en convivencia con los demás porque también es constitutivamente dialógica. La personalidad sería, por tanto, lo que permite a cada persona, partiendo de una personeidad común, llegar a ser lo que realmente es y hacer su propia realidad, realidad que le pertenece en propiedad desde el momento en que recibió el ser. En cambio, los animales no hacen su propia realidad, sino que ésta les viene dada inexorablemente de forma acabada, biológicamente, sin posibilidad de elegir entre realizaciones individuales diferentes ni elegir el modo de relacionarse con sus congéneres, todo le viene dado[36]. El animal es sólo naturaleza, mientras que la persona es, además de naturaleza, una esencia abierta con inteligencia, sensibilidad y libertad, siendo determinante la acción para su perfección concreta.[37]
Sin embargo, cada vez es más frecuente entre los seguidores del naturalismo atribuir personalidad a los animales por mostrar emociones, por la complejidad de sus cerebros, la capacidad para aprender juegos de reglas complicadas o identificar y clasificar objetos, la capacidad para adaptarse a nuevos escenarios, etc.[38] Como bien afirma Guerra Sierra, esta atribución de personalidad no es posible más que redefiniendo este concepto para identificarlo con temperamento, que sí se advierte en los animales. Define el temperamento como la suma de emociones y respuestas imperativas (instintos) resultantes de los estímulos captados, su evaluación inconsciente y los impulsos orgánicos generados que llevan a actuar en función de los requerimientos vitales del individuo o la especie. Su componente genético, neurológico, endocrinológico y bioquímico lo hacen difícil de controlar, y aquí es donde se aprecia la gran diferencia entre hombre y animal: mientras que éste no puede modificarlo significativamente, el ser humano sí puede hacerlo gracias a su racionalidad y libertad, configurando así su propio carácter individual.
El animal puede realizar comportamientos individuales diferenciados, pero responden siempre a las exigencias genéticas y biológicas de su propia especie, mientras que el hombre puede vivir su individualidad hasta el punto de superar lo que demanda su constitución biológica, abriéndose a lo trascendente y a que su huella perdure más allá de la muerte. Es la persona, y sólo la persona, la que esculpe su propio carácter a lo largo de su vida, configurando una personalidad en sentido estricto[39].
Conclusiones[editar | editar código]
De lo expuesto se puede concluir que la diferencia en el modo de ser entre el hombre y los animales, resulta evidente. Se tienen muchas cosas que unen a los seres humanos, pues también ellos son animales, pero el ser humano tiene unas características esenciales propias que abren un abismo en el modo de ser con respecto al resto de los animales: la libertad, la racionalidad, la eticidad, etc., hacen ser de un modo muy distinto al meramente animal. Esta diferencia es esencial en el terreno jurídico, haciendo que sólo el ser humano pueda ser titular de derechos por su racionalidad y libertad. Sólo el hombre puede tener plena capacidad jurídica y de obrar, aunque algún individuo pueda carecer de ella temporal (menor de edad) o definitivamente (discapacidad), en cuyo caso seguirá siendo titular de sus derechos aunque sean otras personas las que obren en su nombre. El animal en cambio, incluso siendo adulto y sin discapacidad alguna, carece de capacidad natural para hacerse cargo de sus propias acciones –carece de libertad y entendimiento-, lo que les hace inhábiles para la responsabilidad derivada de sus acciones. Por supuesto que sienten y tienen emociones, y deben ser protegidos, pero ello no es suficiente para convertirlos en titulares de derechos.
Si la igual dignidad es el fundamento del derecho a la vida de todo ser humano, cada una de sus cualidades y capacidades, entroncadas con ese modo digno de ser, refuerza aún más el fundamento del resto de derechos humanos. La capacidad de autoconsciencia refuerza el fundamento del derecho al libre desarrollo y a la intimidad personal; la capacidad de aprender y enseñar refuerza el fundamento del derecho a la educación y a educar, el derecho a la cultura y a la investigación; el sentido de lo trascendente refuerza el fundamento de la libertad de creencias y de religión; la capacidad del lenguaje refuerza la libertad de expresión. Y así se podría ir enumerando todas las capacidades naturales del hombre que demandan el reconocimiento de derechos que, de no ser garantizados, supondría impedir que cada persona se pueda desarrollar plenamente como tal (forjar su carácter y su personalidad).
En cambio, con el animal sólo se puede aspirar a ofrecerles una buena protección jurídica, mayor en la medida en que sus capacidades estén más desarrolladas. Sería absurdo reivindicar el derecho a la intimidad, o a la educación, o a la cultura, o la libertad de expresión o de creencias, etc., para los animales, ni siquiera para el chimpancé, porque nunca podrán ejercerlos. El derecho requiere consciencia, requiere racionalidad y libertad. Sí se puede, en cambio, protegerlos. Hasta hace escasas décadas el Derecho protegía a los animales por su valor instrumental, ahora ya no es así, de ahí las nuevas normas administrativas (que los protegen de determinadas formas de explotación, sacrificio, transporte, experimentación, etc.) y penales (que los protegen frente al abandono o al maltrato). Es en esta línea en la que se mueve la mayor parte de las legislaciones, más pegadas a la realidad que los movimientos ideológicos, aunque quede todavía mucho camino por recorrer.
Otras voces[editar | editar código]
Referencias[editar | editar código]
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