Legalidad y moralidad
Introducción
La moralidad de las leyes que regulan el origen, la conservación y el destino último de la vida humana es una de las cuestiones que se presenta con mayor urgencia y gravedad en el campo de la Bioética. La razón es que los múltiples problemas que suscitan la Medicina, la Biología y, especialmente, la Genética, requieren ser reguladas en los diversos países con el fin de que se garantice la dignidad de la existencia humana desde su inicio hasta su fin en la muerte natural.
De hecho, la mayor parte de los avances y aplicaciones de las ciencias biológicas son ya contempladas por los distintos códigos civiles; pero es frecuente que se susciten numerosos debates dado que algunas leyes tocan aspectos decisivos para la conducta y la ciencia moral. De ahí los conflictos acerca de la legitimidad de estas leyes, al tiempo que se discute la moralidad de las mismas.
En concreto, se trata de la aplicación a la Bioética de un tema clásico en los manuales de Teología Moral: la relación entre legalidad y moralidad en el ámbito de los nuevos hallazgos y uso de los mismos en esas ciencias en torno a la vida, que en ocasiones ocupa y preocupa a los científicos, a los políticos, a los juristas, a los filósofos de la ciencia ética y a quienes se dedican al estudio y exposición de la Teología Moral.
Legalidad: Naturaleza y moralidad de la ley
A partir de la definición aristotélica del hombre como ser social y político[1], y tal como ésta doctrina es asumida por la tradición teológica desde los Santos Padres hasta Tomás de Aquino y sus grandes comentaristas[2], así como es enseñada por el Magisterio de la Iglesia[3], la convivencia humana tiene necesidad de que se normalice mediante leyes justas que regulen derechos y deberes de los ciudadanos. En este sentido, la definición de “ley” ha sido objeto de profundas reflexiones a lo largo del tiempo desde los inicios de la cultura occidental. En síntesis, se pudiera afirmar que el discurso respecto al sentido de la “ley justa” gira en torno a dos polos: voluntarismo-racionalidad y particular-bien común.
En efecto, la doctrina sobre la naturaleza de la ley varía a lo largo de la historia según se sitúe su origen, preferentemente, en la voluntad del legislador o en la racionalidad de lo establecido. Como es sabido, al menos desde los epígonos del Derecho Romano[4], al fijar conceptualmente su sentido, puede prevalecer el carácter racional de la ley. De ahí la precisa definición que introduce santo Tomás de Aquino: “La ley no es más que la prescripción de la razón, en orden al bien común, promulgada por aquel que tiene el cuidado de la comunidad”[5].
Respecto al carácter general de la ley, lo que garantiza que sea:
- Justa, que sea “razonable”, y lo es, precisamente, en la medida en que respete el ser propio de la persona
- Favorezca el bien común de los ciudadanos. De este modo, ambos polos se implican mutuamente, pues constituyen las condiciones para que la autoridad legítima -que también está sometida al Derecho emita leyes y las promulgue.
- La emisión de leyes, con el fin de que sean conocidas, y así los ciudadanos se puedan apegar a su cumplimiento.
De ahí la íntima relación que puede existir entre antropología y legalidad al modo como se da una estrecha conexión entre antropología y ética, pues las leyes representan un servicio a la persona humana y facilitan el desarrollo de su condición de ser social. Consiguientemente, si una ley, bien por voluntad del legislador o por el contenido de lo que preceptúa o prohíbe, lesiona el ser mismo del ciudadano o vulnera el bien común de la sociedad, se debería concluir que tal norma no tiene fuerza vinculante: es injusta, puesto que carece de las condiciones que la definen. De ahí el viejo aforismo, “lex iniusta, nulla lex”, o como sentenció lúcidamente san Agustín: “Non videtur esse lex, quae iusta non fuerit”[6].
Pero, a sensu contrario, una sociedad tampoco es justa si la autoridad competente no regula las plurales relaciones que origina la convivencia. A este respecto, la historia constata dos situaciones extremas:
- La ausencia de normas que origina el caos social.
- La abundancia de leyes que impide el libre desarrollo de la vida ciudadana.
En el primer caso, la libertad de los súbditos campea sin orden alguno, pues la libertad sin normas es anarquía, y, en el segundo, el individuo se siente de continuo limitado en el ejercicio de su libertad.
En consecuencia, la sociedad es justa cuando:
- Eliminados ambos excesos, se promulgan las leyes precisas
- Emisión de leyes justas para el recto funcionamiento del orden social.
En este caso, la ley sería como el pulmón que permite a los ciudadanos respirar libremente, dado que el entramado jurídico crea un ámbito humano para la convivencia justa. Es el caso de la sociedad que, con cierta precisión, se califica como “estado de derecho”[7].
Ahora bien, cada día se pueden levantar voces que denuncian que en las sociedades democráticas -precisamente para lograr ese ámbito de libertad ciudadana de la mayoría- se legislan casi todos los campos de la convivencia, hasta el punto de que las libertades individuales tropiezan de continuo con la norma coactiva. Con ello, se puede correr el riesgo de que se cumpla el dicho clásico de que “societas corrupta, multae leges”: la abundancia de leyes es prueba -quizá también exigencia- de una sociedad corrompida.
En relación a los temas relacionados con la vida, la cuestión no es tanto la abundancia de leyes como su moralidad, dado que problemas tan graves y cercanos a la existencia humana deben ser contemplados por la ley, lo cual reclama que sea justa.
Relación entre Moral y Derecho
Para esclarecer la moralidad de las leyes en torno a la protección de la vida sería importante precisar las relaciones existentes entre Derecho y Moral. Pues bien, entre estos dos saberes existen coincidencias, pero se dan también desemejanzas, de forma que originan dos ciencias distintas, con métodos y fines diversos. No obstante, en el campo de la eticidad y en algunas aplicaciones, la Moral y el Derecho se condicionan, de forma que cabe aplicarles el sabio principio teológico de “distinguir, pero no separar”.
Ahora bien, tal como se manifiesta en otro escrito[8], la crisis actual de la ciencia ética ha llevado a algunos a la pretensión de firmar el acta de defunción de la Moral, pues pretenden hacer el trasvase de esta ciencia para identificarla con el Derecho. De este modo, se originaría una nueva fase en la historia del “positivismo jurídico” que persigue identificar norma y moral: el ámbito de la eticidad es coincidente con lo jurídicamente establecido. Respecto a esta nueva idealización cultural, moralidad y legalidad se identifican; más aún, para algunos, en tiempo de crisis de la ciencia moral, debido a que pueden sostener que la norma sustituye al juicio ético y el Derecho reemplaza a la Moral.
Ahora bien, en el campo de la Bioética es preciso distinguir con mayor precisión entre Derecho y Moral. Así, el Derecho determina lo que es “lícito” o “ilícito”, mientras que la Moral juzga lo que es “bueno” o “malo” desde el punto de vista ético del individuo o del bien común de la sociedad. Por ello, quien actúa contra el Derecho puede ser juzgado por un “delito”, pues se sitúa en la ilegalidad; por el contrario, quien quebranta la norma ética comete una falta moral o un “pecado”; o sea, quebranta la moralidad. Delito y pecado, ciertamente, pueden coincidir, pero de ordinario se distinguen. Se dan situaciones en las que algunos actos están lícitamente permitidos por la ley, pero éticamente no deben ejercitarse. Ya el Derecho Romano lo expresó con lucidez: “Non omne quod licet, honestum est”. Y el Magisterio lo repite con reiteración.
Es cierto que el ideal en una sociedad justa sería que “derecho” y “moral” alcanzasen límites cada vez más ajustados. Pero, como enseña la moral clásica, los gobernantes no estarían obligados a legislar “lo mejor”, pues deberían estar atentos a la conducta de todos los ciudadanos y no solo de los mejores, tal como se confirmaría por la doctrina de santo Tomás en el texto que citado más abajo. Sin embargo, cada día se pudiera constatar que algunos gobernantes legislan guiados por ideologías cercanas al partido político que gobierna, con lo que aflora un voluntarismo jurídico, que se opondría, tanto a la “racionalidad” propia de toda ley, como al bien común de la entera sociedad. Tal situación es extremadamente grave cuando se emiten leyes en cuestiones relacionadas con la vida. En tal circunstancia, la ciencia moral debe cumplir el oficio de árbitro entre la legitimidad de la ley y la moralidad de la misma.
Ante este posible hecho concreto surgió, precisamente, la “Bioética”, como nueva parcela del saber ético que juzga la moralidad de los temas relacionados con el origen, la conservación y el final de la vida. Y el tema se agrava, por cuanto las ciencias relacionadas con la vida humana cada día descubren novedades e inventan nuevas técnicas que abarcan desde los medios para originarla y mejorarla, hasta para manipularla y eliminarla. De ahí que la Bioética posiblemente deba proclamar que no todo lo que es técnicamente posible sea lícito desde el punto de vista moral. Con ello, la frontera entre legalidad y moralidad en este campo se amplía, pues en algunas de estas acciones que se practicarían resultarían más difíciles de precisar en el juicio ético.
El resultado actual es que no pocos Estados legalizan prácticas relacionadas con la vida, las cuales, desde el punto de vista moral, merecerían ser rechazadas. Tales son los casos, por ejemplo:
- El caso donde se legitima la esterilización directa masculina y femenina.
- Determinados métodos anticonceptivos.
- La fecundación asistida sin límites.
- Ciertos controles demográficos que lesionan la dignidad del hombre y de la mujer.
- Algunos tipos de investigación biológica.
- La manipulación genética.
- El diagnóstico prenatal con finalidad abortiva.
- El trato indiscriminado de los embriones sobrantes.
- El uso de píldoras anticonceptivas.
- El aborto.
- La eutanasia.
Y otras muchas acciones en las que estarían empeñadas las ciencias relacionadas con el origen y mejora de la vida humana: todos ellos son temas que suscitan cuestiones éticas, y algunas son especialmente graves. Es suficiente leer los temas tan varios que se recogen en el índice de un manual de Bioética para deducir el amplio campo de materias que regulan las leyes de los distintos Estados.
Moralidad de las leyes positivas en el campo de la Bioética
A la vista de estos conflictos, es preciso exponer los criterios jurídicos y éticos que avalen la moralidad de esas leyes[9]. Si la justicia debe regular los derechos pues “ius” y “iustitia” tienen la misma raíz semántica, es evidente que la justicia y la moral se implican mutuamente, dado que ambas defienden la dignidad de la persona humana, que es el sujeto de los derechos y de los respectivos deberes. Por este motivo, los grandes teólogos de los siglos XVI y XVII estructuraban sus obras de moral social con el título “De iustitia et iure”. Y, como es conocido y aceptado por muchos teóricos en la actualidad, aquellos autores desarrollaron una amplia doctrina acerca de la ley y de las condiciones para su eticidad.
Ahora bien, a este respecto, estos grandes maestros de la “Segunda Escolástica”, en comentarios a santo Tomás, a partir de las leyes divinas y del concepto de ley natural, proponían unos principios que regían la moralidad de las leyes positivas. Cabe enumerar algunos más concretos:
Carácter general de la ley:
Los gobernantes legislan para la mayoría, en consecuencia no estarían obligados a exigir legalmente los máximos morales. Esta era la doctrina del Maestro: “La ley humana no prohíbe todos los actos viciosos con obligación de precepto, así como tampoco preceptúa todos los actos virtuosos. Prohíbe ciertos actos de cada uno de los vicios y preceptúa algunos actos de cada virtud particular”[10].
Previamente, el Aquinate había justificado esta doctrina: “La ley humana se impone a una multitud de hombres en la que una gran mayoría es de imperfectos en la virtud. Por eso, la ley humana no prohíbe todos los vicios de los cuales se abstienen los virtuosos, sino solo los más graves, aquellos que la mayor parte de la multitud puede evitar, y sobre todo los que van en perjuicio de los demás, sin cuya prohibición la sociedad humana no podría sostenerse”[11]. Pues bien, los grandes teólogos de Salamanca y Alcalá argumentaron ampliamente a favor de esta enseñanza del Maestro.
Este principio iluminaría también la situación de la actualidad, liberal y pluralista, con cosmovisiones distintas. Por ello, tampoco los Estados modernos pueden gobernar solo para una sección del pueblo. Y, en consecuencia, el liberalismo político y social, a su vez, debe ser también pluralista, dado que ha de reconocer las diversas sensibilidades, de acuerdo con las claves de una sana democracia. Pero este postulado debe armonizarse con un segundo principio.
Importancia de la ley natural:
La legalidad de las leyes positivas supone que se respetan los derechos que derivan de la ley natural, que santo Tomás de Aquino define como “la luz de la razón natural por la que discernimos lo que es bueno y lo que es malo”[12]. A este respecto, la moral católica es inequívoca. El Aquinate escribe: “Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley”[13]. Esta doctrina ha sido comúnmente aceptada y comentada por los teólogos católicos y fue patrimonio común de la ética filosófica hasta épocas recientes.
No es este el momento de determinar la racionalidad de esta ley “propia del hombre”. Pero su negación e incluso su descuido es la posible causa determinante de la falta de moralidad de no pocas leyes civiles en torno a la vida. Quizá sea preciso recordar que la ley natural no es un postulado exclusivo de la ética cristiana, sino que es reclamada por otras instancias filosóficas y jurídicas. Para legitimar su fundamento en las viejas culturas greco-romanas (desde Antígona a Cicerón), cabe aducir múltiples testimonios de juristas modernos que hacen apremiante el recurso a esta ley.
Los juristas hablan de “derecho natural”. “Ley natural” y “derecho natural” se distinguen, pero en parte son coincidentes -de hecho el Magisterio en ocasiones los usa como sinónimos-, dado que por “derecho natural” se entiende el conjunto de derechos y deberes inherentes a la naturaleza humana. Pues bien, no pocos hombres del Derecho sostienen la necesidad de recurrir al derecho natural para justificar las leyes civiles. Así, por ejemplo, el que fue Presidente del Consejo General del Poder Judicial de España, A. Hernández Gil, afirmó que “el derecho natural tiene la misión de mantener la esperanza abierta hacia un derecho justo” (De nuevo sobre el derecho natural, “Persona y Derecho”). El hecho es que, cuando las leyes civiles se separan de la ley natural, se inicia el itinerario del relativismo y del permisivismo moral, pues, como también afirma Hernández Gil, “el derecho natural permite adoptar una posición crítica respecto a los derechos positivos y facilita erigir a la persona como centro de protección jurídica”.
Pudiera ser evidente que la negación de la ley natural y el recurso a la llamada “ética civil” no resuelvería los graves problemas éticos que suscitan el valor incalculable de la vida humana, pues la “ética civil” propone unos mínimos éticos y de acuerdo con lo que decidan los ciudadanos, mientras que la ley natural hace referencia a valores que se contienen en la propia naturaleza del hombre, por lo que representan unos máximos morales, que son constantes y protegen el ser mismo de la persona. A este respecto, según los principios de la ley natural, la legislación con relación a la vida humana deberá protegerla en todas circunstancias, desde su inicio hasta su fin natural en la muerte.
El respeto a la ley natural es una demanda continua del Magisterio. Por vía de ejemplo, Pío XII se expresaba en estos términos: “Las causas inmediatas de tal crisis (de la conciencia moral) se han de buscar principalmente en el positivismo jurídico y en el absolutismo del Estado (...). Quitada, en efecto, al derecho su base constituida por la ley divina natural y positiva, y por lo mismo inmutable, ya no queda sino fundamentarlo sobre la ley del Estado como norma suprema (...). A su vez el Estado absoluto intentará necesariamente someter todas las cosas a su arbitrio (...). El positivismo jurídico y el absolutismo del Estado han alterado y desfigurado la noble fisonomía de la justicia (...). Sería preciso que el orden jurídico se sienta de nuevo ligado al orden moral. Ahora bien, el orden moral está esencialmente fundado en Dios, en su voluntad, en su santidad, en su ser”[14]. Los testimonios del Magisterio posterior son innumerables.
Amplio campo y sentido de la legislación civil en el ámbito de la convivencia ciudadana.
Las leyes positivas deberían “completar” aquellos aspectos que no están contenidos de modo explícito en la ley natural. Su primer objetivo sería desarrollar sus postulados, con lo que favorecerían el logro de la justicia, el respeto a los derechos humanos y protección de la dignidad de la persona. El ideal es que las leyes sean capaces de abrir horizontes hacia la realización de lo que el hombre, realmente, es. Por ello, las leyes, al tiempo que persiguen el bien común, deberían optimar al individuo. Este principio justifica casi todas las leyes en el campo de la Bioética: se debería legislar no solo en aquellas cuestiones que ofenden gravemente la vida humana y sus derechos, sino y sobre todo en orden a que mejoren la calidad de lo humano.
También, de acuerdo con este mismo principio, cabe alentar una amplia legislación en torno a los temas de la Bioética que garanticen y favorezcan la investigación y el desarrollo de las distintas ciencias de la vida. A este respecto, cabrían citarse numerosos testimonios de los Papas Pablo VI y Juan Pablo II, que alientan a los científicos a avanzar en los conocimientos acerca del origen y de la mejora de la vida humana[15].
Valor educativo de la ley.
A partir de lo expresado en el apartado anterior, se podría destacar el aspecto educativo que contiene la ley y que no debe estar ausente del intento del legislador. Los gobernantes -sin adoctrinar ideológicamente al pueblo- han de conducir la sociedad hacia ciertos valores que salvaguardan la dignidad de la persona y favorecen el bien común. Por ello, el Aquinate añade: “La ley humana pretende inducir a los hombres a la virtud, no repentina, sino gradualmente. Por eso no impone desde el principio a la multitud de los imperfectos las obligaciones propias de los que ya son virtuosos, la abstención de todos los males. De otro modo, los imperfectos, no pudiendo cumplir tales preceptos, caerían en vicios aún peores”[16].
El principio educativo de la ley ya estaba presente en las reflexiones de los pensadores griegos.
La demanda y la praxis social en relación con la vida.
Como argumento ético a favor de la legalidad de una ley en el campo de la Bioética, no es criterio del legislador atender solo la demanda de una minoría ciudadana ni siquiera el reclamo de la mayoría, y menos aún debe guiar a los gobernantes el aserto de que se ha de legalizar lo que se vive en la calle y practican los ciudadanos.
A este respecto, la historia de algunos acontecimientos es aleccionadora, pues la “mayoría” se equivoca y en ocasiones también es injusta. En la actualidad, a diversas instancias, se deja sentir la llamada de atención sobre la “crisis de las mayorías” y se recuerdan los casos en que se han defendido verdaderas aberraciones con el consenso de amplios ámbitos de la población. Tal es el caso de las leyes en torno a la esclavitud. Todavía la prensa cubana de comienzo del siglo XX incluía la venta de “negritos” y “criollos” en los anuncios de la prensa diaria. La historia más reciente de Occidente constata otro hecho: por influjo del pensamiento laicista en el campo editorial y de algunos medios de comunicación, se mantuvo una postura de tolerancia con sistemas totalitarios que negaban todas las libertades y cometían las más inhumanas torturas en los campos de concentración. Estos y otros hechos tan recientes deben hacer pensar a quienes apelan al consenso social para legitimar ciertos hechos aberrantes, tales como las esterilizaciones de mujeres en determinados países, las leyes sobre el aborto, ciertas prácticas de investigación genética o sobre la reproducción humana asistida, la eutanasia, etc.
A este ambiente de aceptación de medidas legislativas, que elevan a categoría de ley los defectos que practican los ciudadanos, se llegaría, frecuentemente, a través de un lento “consenso social”. Como advierte A. de Fuenmayor: “El fenómeno del conformismo sociológico -o conformismo ambiental- consiste en el influjo que en el comportamiento del ciudadano medio ejercen de hecho los modelos de conducta aceptados y aplaudidos en el medio social en que vive. Es el resultado de la presión del ambiente sobre la conducta de quienes hacen lo que todo el mundo hace, determinando su estilo de vida por el comportamiento mayoritario, al que se acomodan porque lo aceptan sin más, acríticamente, o por el temor a la crítica ajena, al qué dirán, en caso de discrepancia”[17].
La razón es la dinámica social, tal como ya denunció Platón en relación con las costumbres de su tiempo, aunque los ejemplos que aduce sean discutibles. El filósofo griego señala este itinerario: “Primero nos va penetrando sin darnos cuenta el menosprecio por la ley moral en el arte y en la música, bajo forma de un juego inocente y agradable. Poco a poco va infiltrándose en los usos y costumbres, y, de súbito, todo esto brota desvergonzadamente en las leyes y en los decretos”[18].
En resumen, como enseña la Congregación para la Doctrina de la Fe: “La función de la ley no es registrar lo que se hace, sino ayudar a hacerlo mejor. En todo caso es misión del Estado preservar los derechos de cada uno, proteger a los más débiles. Será necesario para esto enderezar muchos entuertos. La ley no está obligada a sancionar todo, pero no puede ir contra otra ley más profunda y más augusta que toda ley humana, la ley natural inscrita en el hombre por el Creador, como una norma que la razón descifra y se esfuerza por formular, que es menester de tratar de comprender mejor, pero que siempre es malo contradecir. La ley humana puede renunciar al castigo, pero no puede declarar honesto lo que es contrario al derecho natural, pues tal oposición basta para que una ley no sea ley”[19].
Finalmente, es posible recordar que, ante una ley injusta, se puede apelar, como un derecho fundamental, reconocido en la Declaración de Derechos Humanos[20] y en la Constitución Española[21], a la objeción de conciencia. El Estado Español reconoce ese derecho en temas relacionados con la medicina, tales como la colaboración al aborto[22]. Pero, por exigencias del propio estado democrático, el campo de la objeción de conciencia debe ampliarse a otros supuestos en los que el ciudadano se sienta impelido a cumplir una ley que se opone a su conciencia. En principio, cuando altas instancias califiquen de inmoral una determinada ley que lesione la vida o instituciones fundamentales, como el matrimonio, etc. se debe aceptar el recurso al principio constitucional de “objeción de conciencia”. La razón última de la “objeción de conciencia” es legítima en una democracia, pues los derechos de la conciencia son primarios si se quiere valorar la importancia decisiva del individuo en la sociedad democrática, en la que, por definición, las leyes deben respetar los derechos fundamentales de la persona.
Respecto a los temas relacionados con la Bioética, el Papa Juan Pablo II, además de reclamar este derecho, apunta a exigencias más amplias: “Quien recurre a la objeción de conciencia debe estar a salvo no solo de sanciones penales, sino también de cualquier daño en el plano legal”
Legalidad y moralidad en relación con la Bioética en los estados laicos
La crisis que ha experimentado la ciencia moral y la importancia que asume el derecho positivo ha conducido a que los conflictos sobre la eticidad de las leyes en torno a la vida humana cobre mayor relieve. Algunos errores son deudores del “positivismo jurídico”; pero, con versiones distintas, en la actualidad se defienden también diversas corrientes del “liberalismo jurídico”, las cuales, a partir del pluralismo cultural y de la negación de principios éticos derivados de la ley natural, y sobre todo cuando se niega cualquier influencia de las éticas religiosas, sostienen que los gobernantes, frente al pluralismo cultural, filosófico y religioso, pueden decidir en aquellas situaciones que consideran más comunes o que son demandadas por amplios sectores de la sociedad democrática. Ahora bien, condicionar y aun hacer depender las leyes de poderes políticos secularistas, que decidan arbitrariamente sobre el bien y el mal, es un riesgo que puede conducir a una crisis moral de toda una civilización.
A este respecto, se pueden presentar como tarea urgente la revisión a fondo del sentido del Derecho y de la Justicia e incluso de la “mayoría democrática”, puesto que, actualmente, lo que en verdad se debe cuestionar es la “fuente del Derecho”. Por ello, es preciso que se elabore un pensamiento más riguroso, que busque la verdad de las cosas en sí mismas, tal como reclamaba Sócrates frente a los sofistas de la época. En consecuencia, estos graves problemas humanos no pueden dejarse solo al arbitrio de los políticos, sino que exigen un consenso a otro nivel, al que deben concurrir los científicos, los pensadores, las instituciones sociales, los filósofos, los moralistas, etc., porque, como muestra Aquilino Cayuela, tras las razones que aportan los políticos, laten profundos errores doctrinales, que es preciso dilucidar con rigor antes de emanar las leyes respectivas[23].
Pero las dificultades son aún más profundas, pues se originan en medio de este “descarrilamiento social” (Habermas) que acontece en amplios ámbitos del saber humano, al que el Papa Benedicto XVI calificó de “dictadura del relativismo”. En efecto, el “relativismo historicista” conduce, a su vez, a que la ciencia ética también relativice la norma moral. Tal error toma origen en el hecho de no tomar en consideración este dato irrenunciable: la razón última del Derecho es extrajurídica; o sea, que el derecho se fundamenta en la ética. A este mismo postulado -si bien con distinta terminología- han mostrado cierto consenso, el filósofo Jürgen Habermas y el entonces cardenal Joseph Ratzinger en un interesante diálogo sobre[24] “Las bases morales prepolíticas del Estado liberal”.
En dicho diálogo, ambos pensadores van más allá del enunciado y se preguntan si acaso “un Estado liberal, secularizado, no se está nutriendo de presupuestos normativos que él mismo no puede garantizar” (Habermas). En consecuencia, apelan a instancias que superan el poder político y mucho más aún la “política de partido” en los gobiernos democráticos. Por ello, se cuestionan si, a partir de la secularización actual de la sociedad, al Estado cabe legislar en “una situación posmetafísica”, en clara alusión a la necesidad de recurrir a lo que, tradicionalmente, se denomina “ley natural”. E incluso, ambos apelan a que los gobernantes de un régimen laico deberían atender a los contenidos religiosos de la sociedad, pues, como afirma Habermas: “el teorema de que a una modernidad casi descalabrada solo puede sacarla del atolladero la orientación hacia un punto de referencia trascendente, es un teorema que hoy vuelve a encontrar resonancia”.
En algunos defensores de un Estado laicista se da una especie de obnubilación sectaria. Posiblemente, la cultura laicista actual deba apurar todavía más ese secularismo extremo para que, agotadas sus posibilidades, caiga en la cuenta de sus errores y retorne a posturas menos beligerantes contra las morales religiosas. Lo que podría ser una opinión, lo más sorprendente de este diálogo, es la afirmación de Habermas (que Ratzinger también hace suya) de que se inicia una época “postsecular”, que aplicada a los regímenes políticos, cabría denominar “postlaicista”. Así se expresa el filósofo de Francfort: “Resulta en interés del propio Estado constitucional el tratar con respeto y cuidado a todas aquellas fuentes culturales de las que se alimenta la conciencia normativa de solidaridad de los ciudadanos (...). En la conciencia pública de una sociedad postsecular se refleja más bien una situación normativa que tiene consecuencias para el trato político entre ciudadanos creyentes y ciudadanos no creyentes. En la `sociedad postsecular´ acaba imponiéndose la convicción de que la `modernización de la conciencia pública´ acaba abrazando por igual a las mentalidades religiosas y a las mentalidades mundanas”. Y Habermas concluye su aportación al diálogo con esta afirmación que debería hacer pensar a los gobernantes que legislan en materias especialmente próximas a los postulados morales: “Los ciudadanos secularizados, cuando se presentan y actúan en su papel de ciudadanos, ni pueden negar en principio a las cosmovisiones religiosas un potencial de verdad, ni tampoco pueden discutir a sus conclusiones creyentes el derecho a hacer contribuciones en su lenguaje religioso a las discusiones públicas”.
Según estos presupuestos, es claro que carece de fundamento negar que la Iglesia Católica, por ejemplo, pueda manifestar su doctrina cuando en un Estado, jurídicamente laico, se plantean estas cuestiones. Tampoco cabe calificar esas enseñanzas magisteriales de “adoctrinamiento clerical”, ni de nostalgias de un Estado “oficial católico”. Menos aún cabe criticar a la jerarquía de intolerante y antidemocrática, ni siquiera de no respetar la autonomía de la que gozan los gobernantes libremente elegidos, pues la jerarquía no propone “valores confesionales”, sino derechos naturales. De ahí que los laicos creyentes no deberían claudicar ante tales sofismas, pues, como enseña la Congregación para la Doctrina de la Fe, cuando la jerarquía enseña sobre derechos fundamentales “no disminuye la legitimidad civil y la laicidad del compromiso de quienes se identifican con ellas”[25]. Además, su defensa “no es exclusiva de los creyentes”, sino de cuantos profesan “la verdad sobre el hombre y el bien común de la sociedad civil”.
Conclusión
Que dos pensadores, ambos eminentes -uno agnóstico y otro creyente; uno filósofo y otro teólogo- coincidan en el análisis y, en cierto sentido, se aproximen en el diagnóstico acerca de las “bases morales del estado liberal” en una etapa cultural “postmetafísica” y en una cosmovisión no religiosa, es decir, en la “cultura laicista”, es importante.
Pero lo que tiene especial relevancia es que hayan dejado patente que la defensa de ciertos valores ni disminuye las exigencias de la democracia ni vulnera el principio de laicidad, sino que más bien los suponen. Ello permite argumentar que la legalidad de las cuestiones en torno a la vida debe respetar el sentido de la moralidad. De ahí que, si dichas leyes son inmorales (si falta el respeto a los modos naturales que originan la vida humana, si se permite el trato indiscriminado de los embriones, si se destruye la vida engendrada y no nacida, si se desprecia la vida “averiada”, si se provoca la muerte más allá de los límites naturales...), en buena parte, se destruyen los principios de la democracia, puesto que la “razón moral” no debe estar ausente de una legislación laicista sobre el origen y la protección de la vida.
En caso contrario, se confirmaría que se está ante una gran crisis moral de toda una civilización. De ahí la importancia de la moralidad de las leyes que regulen los distintos ámbitos de la vida humana. Es decir, para la justa convivencia social en el campo de la Bioética.
Texto de Referencia
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