Conciencia
Primera aproximación a la noción de conciencia[editar | editar código]
El término conciencia proviene del latín con‑scire, con‑scientia y, como el término griego sin‑eidos, hace referencia a algo que acompaña al conocimiento y a la ciencia. El campo de aplicación ha sido tradicionalmente la filosofía, sobre todo en la psicología y la teoría ética, para designar aquella capacidad en virtud de la cual el hombre puede reflexionar sobre sus propios actos, tanto los internos, especialmente los cognoscitivos, como sus acciones externas. En virtud de esto se podría llamar conciencia a la experiencia que el sujeto tiene de sí y de su propia vida psíquica. En sentido estricto, es aquella captación de un objeto en la cual se hacen presentes para el sujeto su acto, su capacidad e incluso el sujeto mismo que lo realiza. Este carácter reflexivo de la conciencia lleva a pensar que en toda su radicalidad es un acto que solo le es posible realizarlo a la inteligencia, y por lo mismo la conciencia es una propiedad exclusiva de la mente humana. Esta afirmación hoy es frecuentemente discutida pues se reconoce con relativa facilidad la existencia de inteligencia en los animales y, si esto fuera así, podrían realizar estos actos de conciencia. Pero hay que distinguir entre: la inteligencia como capacidad subjetiva consciente de la inteligencia objetiva inconsciente, pues todo aquello que se desarrolla como resultado y expresión de una inteligencia no tiene porqué ser inteligente en sentido subjetivo.
Por otro lado, el uso del término conciencia hace referencia frecuentemente a estados interiores del sujeto, tanto psicológicos como morales, que se refieren a la realidad externa, al propio organismo o al ámbito de lo mental tanto como a los principios, los sentimientos y las inclinaciones de orden moral. A veces se le otorga un significado tanto individual como social, pasando de la propia subjetividad a ciertos planteamientos dominantes en un grupo social culturalmente determinado. Por último, se pudiera observar cómo a través de la conciencia colectiva se pasa a la idea de conciencia global y se llega a la antigua idea de una conciencia cósmica a la cual se le atribuye como un conjunto de la Naturaleza y una fuerza dinámica, un principio vital organizador llegando a una concepción religiosa e inmanentista del universo. La hipótesis de GAIA viene a enlazar así la conciencia cósmica, la conciencia ecológica y la ética ecológica, en planteamientos completamente biocentristas[1].
En primer lugar es posible observar que existe una tendencia a llamar conciencia, a toda forma de conocimiento. Este significado de conciencia, derivado del planteamiento mentalista, resulta demasiado amplio y se debería restringir el significado a la peculiar experiencia que el sujeto tiene de sí mismo. Sin embargo, tampoco se debería identificar con el yo o sujeto psicológico; aunque sea una de sus propiedades, esta es la tendencia que, a veces, existe al identificar la conciencia con la mente, ya sea animal o humana. Identificarlos favorece el surgimiento de dos errores:
- Fenomenizar el sujeto.
- Sustancializar la conciencia.
Es por ello que, se reduce el sujeto a los contenidos de conciencia pues solo en ellos aparece. En el segundo, como se le atribuyen a ella las actividades del sujeto, se le confiere idéntica realidad. Pero una cosa son los actos de un sujeto y otra la conciencia de esos actos. El sujeto último de los actos y de la conciencia de ellos es, en definitiva, el yo personal que es irreductible a sus actos y a la conciencia de ellos.
La idea de conciencia como reflexividad aparece en Aristóteles que descubre la conciencia sensible y la conciencia intelectiva, distinguiendo entre conocimiento espontáneo y reflexivo: este añade el conocer que se conoce. “El que ve, se da cuenta de que ve, y el que oye, de que oye, y el que anda, de que anda, y en todas las otras actividades hay igualmente algo que percibe que estamos actuando y se da cuenta, cuando sentimos, de que estamos sintiendo y, cuando pensamos, de que estamos pensando, y percibir que sentimos o pensamos es percibir que somos”[2]. Su objeto no es tanto la realidad conocida como el acto de conocerla y por eso, en él, el conocimiento se hace consciente: al tiempo que el sujeto conoce, sabe que conoce, el conocimiento se reconoce a sí mismo. El estagirita habla de una facultad, el sentido común, que permite desarrollar la conciencia sensible. Dado que, a nivel del conocimiento sensible, se unifican las diferentes sensaciones y ninguno de los sentidos particulares puede hacerlo. Dado que sentimos que sentimos, se tiene conciencia de las sensaciones particulares, y los sentidos particulares no pueden cumplir esa función, es necesaria una facultad diferente que tenga por objeto los actos de esos sentidos. Aún es una especie de prerreflexión pues en ella interviene una facultad y el acto de otra del mismo nivel: Se ve el color y se siente que se ve. Esta capacidad de reflexión se perfecciona al nivel de la inteligencia, pues aquí es la misma facultad la que llega a captarse a sí misma.
Con la inteligencia se pudiera desarrollar un tipo de conocimiento que, trascendiendo lo singular y concreto, eleva a la captación de lo universal y necesario, permitiendo el desarrollo de la ciencia. En ella lo que viene a producirse es el añadido, a la certeza espontánea, de una nueva forma de certeza reflexiva. Esta se convierte en signo infalible de la verdad del conocimiento, pues al ser un conocimiento que se reconoce como causal, se reconoce a la vez como verdadero conocimiento y como conocimiento verdadero. Pero la precisión definitiva radica en que en la conciencia intelectiva, la inteligencia percibe sus propios actos al realizarlos y no en un acto diferente. Ya se tiene presente la conciencia formalmente constituida como acto inseparable de los actos del entendimiento. Pero la riqueza de contenido material del acto intelectivo no alcanza ahí la máxima expresión de su reflexividad sino en que, además, se descubre a sí misma como objeto de su propio conocimiento: el entendimiento se entiende a sí mismo. Por último, y es lo que se llamaría conciencia de sí, en el aparecer del entendimiento en sus actos aparece también el sujeto último de ellos: el yo subjetivo.
Lo primero que se debería reconocer en cualquier acto de conciencia es una captación inmediata del objeto en su particularidad, por lo que es una operación intuitiva. Lo más sorprendente no es este hecho, que ya se produce en el terreno del conocimiento sensible, sino el que se produzca en el caso del conocimiento intelectivo, cuyos actos para captar lo universal se captan en su particularidad. De este modo, todo queda remitido, igual que al yo, a la conciencia en la que ese yo, sus facultades, sus actos y sus objetos se aparecen. En ese sentido, Santo Tomás le da a la conciencia una mayor fuerza al entenderla, no solo como un acto reflexivo sobre nuestro conocimiento de la realidad sino, en sí misma, como una realidad en acto. Aquí parece quererse decir que el sujeto en acto es necesariamente sujeto consciente, o que la conciencia es la actualidad del sujeto en cuanto sujeto, actualidad que culmina en el conocimiento que el sujeto tiene de sí, es decir, el actuar del sujeto es simultáneamente conocerse a sí mismo, pues se capta a través de sus propios actos. No parece que pueda haber un querer o un pensar que en sentido estricto se den fuera de la conciencia.
Pero eso no significa que en el pensar y el querer aparezcan en su plenitud en todo lo que en ellos interviene. Por eso, la presencia del sujeto para sí mismo a través de sus propios actos no puede entenderse como exhaustiva, absoluta y total. Es evidente que la autoconciencia del sujeto no alcanza a todas las dimensiones del sujeto con la misma claridad, profundidad e intensidad. La autoconciencia del hombre, como todo lo humano, es una realidad limitada. Esto nos fuerza a reconocer en el hombre, junto a la existencia de la conciencia, la existencia de lo no consciente. De hecho, esto se supone en la diferencia que se ha reconocido tradicionalmente entre actos del hombre y actos humanos. Mientras en estos el yo aparece para sí mismo como dueño de sus actos, y la conciencia se manifiesta con la plena reflexividad del conocimiento intelectivo, en aquellos el yo aparece para sí mismo pero no como plenamente dueño de sus procesos, sino compartiendo su control con otro principio que es incapaz de reflexividad. Este principio de actividad aparece para el sujeto como no consciente (como conciencia de objeto) y al tiempo como parte objetiva de la conciencia de sí, por cuanto es un captarse a sí mismo en la actividad que uno mismo se da. En este sentido, se ha distinguido entre lo activamente consciente y lo pasivamente consciente[3]. Esa dimensión no consciente que es también principio de la actividad que aparece en el yo, se ha denominado frecuentemente como inconsciente y a veces se la ha convertido en el centro de la actividad psíquica. Pero es posible apreciar un doble error: “El dogmatismo de la conciencia tiende abusivamente a definir al hombre, de forma exclusiva por la conciencia. El dogmatismo del inconsciente, al que sucumben tan fácilmente los espíritus que han mantenido un contacto superficial con el psicoanálisis, tiende, no menos abusivamente, a definir al hombre de forma exclusiva por su inconsciente”[4].
El psicoanálisis piensa que el inconsciente como la conciencia de un yo, que debiendo captar sus propios actos, es inconsciente de ellos y de sí misma e intenta dominar y engañar a la parte consciente del yo; lo cual sería tanto como intentar engañarse a sí mismo sin darse cuenta, partiendo del dato de que no se da cuenta de todo lo que pasa en él. Pero el mismo planteamiento terapéutico del psicoanálisis se centra en la capacidad que el yo consciente tiene para desenmascarar al inconsciente con lo cual, incoherentemente, se coloca en el centro.
Por lo demás, no hay problema en admitir que puedan actuar unidos un principio consciente y otro no consciente contribuyendo a la constitución de un solo yo con una autoconciencia real pero limitada. Solo podría tener una autoconciencia absoluta si al pensarse fuera a la vez constitutivo y esencial. Por eso, la autoconciencia es compatible con la no conciencia y el misterio. Solo puede captarse como intelecto cuando se entiende, y por ello como no se es un entendimiento puro sino un entendimiento corpóreo, solo se puede entender como tal, los actos de entender aquello fuera de sí mismo: por eso, en la conciencia, la persona no es conocida directamente por su esencia sino por sus actos. De esta manera, la estructura del acto de conciencia es necesariamente compleja e incluye la conciencia de objeto, la conciencia de acto o realización y, por fin, la conciencia de sí como sujeto de esos actos, en consecuencia, se ha dicho frecuentemente que el conocimiento es un co-nacimiento del objeto para el sujeto y del sujeto para sí mismo. Sin embargo, la presencia del espíritu para sí mismo ha de ser habitual, como una capacidad continua y anterior a todo acto, para poder fundar el conocimiento actual de sí, sin necesidad de nada más.
¿Qué capta la conciencia cuando capta la presencia del objeto de un acto, del acto de ese sujeto y del sujeto en acto?[editar | editar código]
En definitiva, la captación del objeto y del acto es perfectamente determinable, pero al sujeto no se le puede definir, sino señalar, pues lo que capta es la actualidad del yo humano que aparece como realidad existente. Es a partir de la diversidad de los datos que aparecen en presencia simultánea y de la reflexividad de donde se podría concluir por razonamiento que la naturaleza de ese sujeto es corpóreo-espiritual.
La atención que históricamente se ha prestado a la conciencia, se incrementa de manera notable con el desarrollo del pensamiento moderno. A partir de Descartes, el término conciencia ha pasado a tener un trasfondo claramente gnoseológico y antropológico, pues concebía la conciencia de sí, como la única realidad a la que la duda no podía afectar, al tiempo que el yo consciente, se le aparecía como una realidad en sí: la sustancia pensante. Entroncando con el dualismo, se identificaba como alma de una sustancia diferente de los cuerpos, sustancias extensas de naturaleza completamente mecánica. Este enfoque dualista ha hecho que la conciencia se convirtiera en centro de gran parte de las polémicas que se han planteado sobre la existencia del alma entre dualistas y materialistas, y se ha denominado como el problema de cuerpo y mente. Mientras para Aristóteles la mente es el conjunto de facultades y operaciones que distinguen la actividad vital del hombre de la de los demás seres vivientes y se resumían en la racionalidad, para Descartes la conciencia es el criterio distintivo de la mente: “la mente es el reino de todo lo accesible a la introspección e incluye, por tanto, no solo el entendimiento y la voluntad, sino también la aptitud para ver, oír, sentir, sufrir o experimentar placer”[5]. La conciencia resulta lo distintivo entre:
- El hombre y lo no humano.
- Lo libre y lo mecánico.
- Lo vivo y lo inerte.
- El alma y el cuerpo
- El espíritu y la materia.
A partir de Kant, que distinguía dos formas de la conciencia de sí como “la simple representación del yo”, la empírica y la trascendental, se ha extendido el carácter inobjetivo y supraempírico del yo “que no se disuelve en cada realización, sino que subyace siempre a la misma y se realiza en todos los actos particulares como su fundamento inmutable y en esa misma medida se experimenta aunque de una forma asistemática”[6]. El yo, no está nunca definitivamente dado en la conciencia que de sí tiene como yo empírico, pero toda realización empírica del yo es manifestación y autorrealización del yo personal. Este siempre queda abierto a nuevas realizaciones de sí mismo, por descubrirse en la conciencia trascendental de sí como anterior y posterior a todas sus realizaciones. Este enfoque del yo que identifica la conciencia con cierta libertad irrestricta se acentúa, con matices diversos, en algunas formas del existencialismo, el vitalismo, el historicismo, el espiritualismo y en los planteamientos de la New Age.
Fundamentos de la conciencia moral[editar | editar código]
Puede definirse como aquella capacidad humana gracias a la cual se podría descubrir un doble saber, acerca de la moralidad del propio yo y de sus acciones, en virtud del cual se levanta como la norma moral más inmediata con la cual guiarse en la propia vida. Históricamente, la conciencia moral hace su primera aparición en la reflexión socrática. Él hablaba de la presencia de una voz interior que le revelaba la existencia de un orden moral trascendente al que el hombre se sentía obligado una vez le era comunicado. De este modo, tanto él como Platón fundamentan el orden moral en el reconocimiento de una racionalidad superior de origen divino. Algo semejante hay en el estoicismo, añadiendo a esa ordenación racional trascendente el carácter inmanente de la razón universal. En el santo Tomás de Aquino la conciencia moral aparece como el acto de juzgar en el que se aplica la ley natural al acto concreto por modo de conclusión. La sindéresis no es una conciencia particular actual sino la inteligencia de los primeros principios de la razón práctica. A partir de Kant la autonomía que se da a la conciencia es tan grande que no hay más imperativo que el suyo, por lo que le parece impensable la posibilidad de una conciencia errónea. Paradójicamente su formalismo le sitúa muy cerca de las formulaciones del relativismo moral en las que el contenido de la acción no es tan relevante, pues cada uno solo puede dar por moralmente bueno aquello que se lo parece. Nuevamente aparece la conciencia, ahora en su vertiente moral, como una realidad necesitada de cierto esclarecimiento para poder determinar su lugar en los planteamientos bioéticos. ¿Qué es lo específico de la conciencia moral? ¿Cuál es su función? ¿Hasta dónde llega su autonomía?
La conciencia moral en el sentido estricto en que la plantea la teoría ética puede entenderse como el acto concreto de la razón práctica que juzga sobre la bondad o maldad de una acción particular que está por hacer, haciéndose o ya hecha. A veces se hace referencia a la conciencia moral más como la capacidad de reconocer el bien y el mal moral que como el acto concreto de juzgar la moralidad de un acto particular. Explicar esa capacidad moral es sumamente complejo ya que depende de todos los elementos que constituyen la autocomprensión moral de la persona desde lo antropológico a lo metafísico y exigiría tratar todas las cuestiones implicadas en nuestra vivencia moral. No sería posible detenerse en un análisis pormenorizado de este sentido de la conciencia moral, pero sí parece conveniente plantear los aspectos fundamentales de la conciencia moral entendida como acto.
Puesto que se habla de conciencia moral resulta procedente establecer primero la diferencia entre ciencia moral y conciencia moral:
- Mientras que aquella versa sobre conocimiento de los principios universales primeros y últimos de la bondad moral.
- La conciencia consiste en el conocimiento aplicado de estos principios al caso de una acción particular.
En ese sentido, lo primero a destacar es que la conciencia no es quien desarrolla la ciencia moral, sino que más bien la ciencia moral se da por supuesta. Solo a medida que se constituye y cuando está constituida, sobre la base de la experiencia moral, aparece implícita a la ciencia un determinado desarrollo de la conciencia moral. Por eso, igual que distintas concepciones del hombre dan lugar a distinta concepción de la moral, también distintas concepciones de la moral generan interpretaciones divergentes de la conciencia moral. Por ejemplo, una moral de la ley sitúa a la conciencia en un contencioso permanente que trata de salvaguardar la libertad sin perder el bien, mientras una moral de la virtud la pone en el papel de tener que juzgar sobre la bondad de cada acción concreta. Pero en ambos casos es igualmente posible la aparición de ciertas objeciones ante determinadas normas.
Como la inteligencia es previa al desarrollo de la conciencia psicológica, también lo es al de la conciencia moral: sin el ejercicio de la inteligencia no aparece la conciencia. La diferencia estriba en que mientras aquella nace de la consideración del ser, esta deriva de la consideración del bien que es el fin de todo acto humano o, lo que es lo mismo, depende de si hablamos del uso teórico o el uso práctico de la razón. Es decir, así como de la ciencia del ser nace la conciencia psicológica, de la ciencia del bien nace la conciencia moral. La conciencia psicológica del propio obrar permite descubrir en él la existencia de una radical y evidente inclinación al bien. La inteligencia lo aprende y formula como el primer principio de la razón práctica: “el bien ha de hacerse y el mal ha de evitarse”. Es posible suponer que en este principio está el germen de toda la ciencia moral, de la conciencia moral y de todos sus juicios. Así, desde la experiencia práctica, mediante la reflexión consciente, se podría objetivar una serie de juicios prácticos de carácter normativo sobre la naturaleza del bien humano. El hábito cognitivo que se consolida a partir de esta reflexión es el saber moral propio que pretende ser la conciencia reflexiva de la identidad de la propia naturaleza regulada por leyes prácticas.
El dato absolutamente radical para la experiencia de la conciencia moral, es la inteligencia práctica del bien. La conciencia moral ha de ser entendida como el resultado de referir la conciencia psicológica de un acto determinado a la ciencia moral previamente adquirida por el sujeto. En el fondo, “la conciencia moral es un fenómeno de consciencia y no es otra cosa que el hacerse práctica de esa consciencia, esto es, la aplicación de la consciencia moral o de la ciencia moral a juicios de acción con cretos o acciones ya realizadas”[7]. Como en cualquier caso la conciencia moral se desarrolla a partir de la propia experiencia moral, aparecen aquí dos conexiones ineludibles para la realización de cualquier acto de conciencia moral:
- En primer lugar, que la conciencia moral no puede ser rectamente entendida al margen de su necesaria conexión con la norma objetiva de moralidad que la razón práctica descubre en la ley moral natural.
- En segundo lugar, el acto de conciencia moral no puede darse al margen de la propia experiencia moral que se incrementa permanentemente en contacto con las cambiantes circunstancias cotidianas.
Así, la conciencia moral aparece como un proceso permanente de emisión de juicios sobre la propia moralidad y la de nuestros actos. “El juicio de la conciencia moral puede examinar de esta manera un juicio de acción en la reflexión, intervenir sobre él, detener su ejecución o hacer que se reconsidere el asunto a la luz de principios o reglas de prudencia más altos, o del conocimiento de disposiciones jurídico positivas”[7], todo ello con el propósito de adaptar la ciencia moral al caso preciso sobre el que se reflexiona y juzgarlo desde aquella de manera verdaderamente práctica.
No puede dejar de señalarse que la reflexión realizada sobre la acción particular a la luz de la ley natural, para conseguir la rectitud del juicio que la conciencia moral formula, exige valorar adecuadamente la situación tanto como considerar el dictamen de la prudencia sobre las circunstancias del caso particular del cual se trate. Pero ha de distinguirse la concreción del acto de juzgar de la conciencia y concreción del hábito de la prudencia que se encarga de determinar la medida de la acción. Por eso, “la conciencia es un fenómeno más amplio que la prudencia (la prudencia, por ejemplo, no se refiere a lo ya hecho, ni a la intención del fin), pero, por lo que se refiere a encontrar y realizar la elección concreta, la prudencia desarrolla más funciones que la conciencia: esta última se limita a juzgar la moralidad del proyecto operativo; la prudencia, en cambio, es un hábito que ayuda a deliberar, a juzgar, a elegir y a realizar lo conveniente, teniendo en cuenta también el juicio de la conciencia”[8].
Vida, ciencia y conciencia[editar | editar código]
Cuando se realiza el estudio científico de la conciencia, en general, se hace desde planteamientos reduccionistas y no se ofrece una explicación suficiente de su naturaleza y su funcionamiento. En general, se apuesta por un reduccionismo biológico que justifica la conciencia como resultado de ciertas funciones cerebrales sin haber probado esa conexión causal ni ofrecer razones que la fundamenten. Así lo hace Crick, cuando habla del “correlato neuronal” de la conciencia y sostiene la necesidad de asaltar la “hipótesis revolucionaria” de que todo se reduce a la conducta de las neuronas[9]. Es cierto que la experiencia de la conciencia que aparece en nuestra interioridad está asociada a la actividad que se produce en la unidad del organismo, pero “la conciencia, ni coincide, ni se controla, ni se limita a ese sustrato biológico que la hace posible. La conciencia en cierto sentido no depende de él. La conciencia que de la conciencia se tiene, es también una actividad consciente, y como tal actividad es transbiológica, está más allá de la simple biología. Y esto es lo que no puede explicarse desde los datos experimentales de los cuales actualmente se disponen”[10]. Lo que sí se puede es tratar de entender su lugar en la naturaleza de los seres corpóreos, en particular en los vivientes y especialmente en el hombre.
Es posible encontrar en los seres de la naturaleza una diferencia notable en el modo de moverse y relacionarse con el entorno que permite dividir a los seres corpóreos en inertes y vivos. La actividad de los seres vivos introduce en el universo un modo de unidad más íntimo, que dota a la materia de una existencia más perfecta y valiosa. Este modo de existencia se caracteriza porque hace a esos cuerpos capaces de reaccionar autónomamente, desde su propia inmanencia, ante los cambios de la materia que les compone, rodea y condiciona. El mecanicismo parece insuficiente para dar una comprensión precisa de la naturaleza de los seres vivos y es lo que exige afirmar la existencia de un principio no orgánico de su unidad y actividad.
Algunos seres vivos para poder desarrollarse como tales, además de estar dotados de una interioridad autoactiva, necesitan poseer en alguna medida capacidad de conocimiento para poder desarrollar sus funciones vitales actuando sobre el medio. Así aparece en los seres vivos, en virtud del conocimiento, un primer sentido, muy elemental, de “conciencia”; con él se indica, básicamente, la posibilidad que tienen de interiorizar el medio en el que se desenvuelve su existencia, de darse cuenta de él.
El interiorizar la realidad mediante el conocimiento permite a algunos de estos seres vivos interiorizarse en parte a sí mismos y a la propia actividad. Así aparece, aunque sin un sentido esencialmente diferente, una mayor amplitud para los “contenidos de conciencia” al añadir, a la interiorización del medio, cierto conocimiento e interiorización del organismo y la propia actividad. La vida vegetativa implica una interioridad que no es consciente de su unidad orgánica o la propia actividad, mientras que la vida sensitiva manifiesta algo más cercano a una “conciencia de sí” y de la actividad que se desarrolla. La aparición en el animal de la vivencia de la propia interioridad va acompañada de la locomoción, permitiendo un incremento en las posibilidades de actuar organizadamente hacia el exterior. Vivir el entorno interiorizándolo y poder actuar respecto a él exige tanta mayor capacidad de movimiento y acción cuanto mayor sea el alcance de esa vivencia interior. Esta correlación entre la organización corporal, el conocimiento, las necesidades psicofísicas y la actuación externa es lo que se ha llamado el círculo funcional de la vivencia.
Ciertamente, la conciencia, entendida como vivencia interior, no es necesaria para explicar la aparición de todo incremento de movilidad. El desarrollo de la cibernética y de la inteligencia artificial permite fabricar artefactos que parecen capaces de actuar por sí mismos de diversos modos. Estos progresos tecnológicos, que parecen revalidar las tesis mecanicistas del dualismo cartesiano, corroboran que la aparición de un complejo movimiento, teleológicamente dirigido, no parece una justificación suficiente de la existencia de un psiquismo consciente. Un ejemplo, tecnológica mente más primitivo, enseña que tampoco el movimiento de la flecha, que certeramente se dirige al blanco y lo alcanza, exige que se dé en ella la existencia de una conciencia del fin, de la acción y de sí misma. La existencia de un mecanismo que cumple con un orden, unas leyes y una teleología es indicio de una conciencia pero no de que esta se dé en él. Si es verdad que una mayor conciencia permite una mayor capacidad de acción, esto no implica que cualquier capacidad de acción mayor implique la posesión de una mayor conciencia. Y tampoco que la aparición de una mayor organización y capacidad de actividad en la materia sea lo que hace emerger en ella la conciencia.
Es posible destacar que igual que la vida vegetativa eleva la materia al nivel de la automoción desde la interioridad por el contacto con la inmediatez, la vida psíquica elevaría a la vida vegetativa al nivel de la automoción desde la interioridad al contactar con lo exterior mediante la vivencia. El sistema nervioso central y periférico informan al viviente de su propia unidad orgánica y del medio que le rodea. Las tendencias y “apetitos” de la vida vegetativa se transforman en procesos mediados por la conciencia de la necesidad: sentir la necesidad se convierte en requisito de la acción animal. La presencia del objeto añade la vivencia del deseo y su satisfacción le refuerza con la aparición del placer y convierte el objeto deseable en deleitable. De este modo, a la primera motivación biológica se añade ahora una motivación psicológica. Pero el nivel superior que alcanza la dotación cognoscitiva animal se encuentra en lo que la psicología clásica denomina estimativa.
El animal pudiera realizar estimaciones sobre el carácter beneficioso o perjudicial que algo concreto tiene para él. Para poder hacerlo, el animal ha de poder valorarlo sensorialmente a partir de la propia realidad orgánica y la satisfacción de sus necesidades vitales. Esto implicaría que a nivel sensible, el animal ha de notar algo de sí mismo, aunque sea en la forma de una emoción, para poder conectar mediante ella su conocimiento con sus capacidades apetitivas y motoras: “Mediante esta función cognoscitiva el animal, por decirlo de alguna manera, ‘se encuentra a sí mismo’, si fuera posible hablar así de los animales. O, dicho de otra manera, alcanza el grado máximo de ‘autoconciencia’ que puede darse en un animal, el grado máximo de posesión de sí mismo y del medio externo en sí mismo”[11]. Pero lo importante es que aquí aún no se puede hablar de conciencia en el sentido estricto de reflexividad por más que se haya constituido un espacio interno de la vivencia que resulte propicio para ella, ni siquiera aunque entre sus contenidos aparezcan los actos exteriores, las disposiciones orgánicas o las necesidades vitales y la sensación precisa de lo que las satisface convenientemente o las pone en peligro.
Aunque en este nivel la conciencia animal capta los objetos y sus propios estados, no se puede pensar que esto permita al animal separarse de sus estados de conciencia. La conciencia animal “no se aprehende como unificadora en sus funciones, en su dominio sobre lo múltiple. Arrastrada por el influjo de sus estados, no los trasciende en modo alguno. Es incapaz de reflexionar sobre sí, para conocerlos como sus estados. De este modo, el psiquismo animal, y esto es importante, está completamente subordinado a los fines biológicos, que se mantienen, sin embargo, como tales, a un nivel de ser inferior”[12] . Lo decisivo es que en el animal, los fines biológicos se imponen a su actividad cognoscitiva y a su afectividad, por lo cual propiamente no son fines subjetivos sino específicos: en él no hay un yo, una verdadera conciencia de sí; en el desarrollo de su acción y sus procesos de conciencia (o meramente psíquicos) se manifiesta un simple hacer o ser hecho, más que un hacerse a sí mismo consciente.
La plena subjetividad consciente solo aparece en el hombre en cuanto él es capaz de proponerse sus fines superando el determinismo de lo biológico y lo psíquico. La naturaleza y sus fines son para él más algo propuesto que impuesto. El hombre, gracias a la razón, tiene una peculiar relación con el mundo y, sobre todo, consigo mismo. El conocimiento no es para él solo una forma de mediación orgánica, la razón lo convierte en principio de la vida orgánica. Por ella no solo tiene vivencias, sino que todas ellas remiten a la vivencia del propio yo: “La vivencia, en cuanto vivencia, no tiene en modo alguno constante e inevitablemente, la forma de conciencia o de posesión-de-algo ligada a un yo. Quien sostenga lo contrario generaliza un nivel vivencial de aparición tardía en la vida anímica, que tan solo se encuentra en el hombre adulto, y lo convierte, ni más ni menos, en la característica esencial de lo anímico”[13].
El hombre es un animal racional y, por eso, en él, la vivencia del animal está unida y elevada por su conexión con la razón al nivel de conciencia intelectiva. Mientras el animal vive en el mundo de sus vivencias y valora cada cosa respecto de su propio organismo para satisfacer la necesidad vital sentida, el hombre vive en el mundo de los objetos y “además de valorar con respecto a la propia situación orgánica, lo que algo es para sí, capta el significado de lo real en sí, que ya no está necesariamente referido a una acción o a una necesidad del organismo”[11]. Hay una línea de pensamiento que niega a la conciencia la posibilidad de captar el sujeto. Para ellos, puesto que la conciencia es conciencia del algo, el sujeto no puede aparecer como tal sin ser reducido a objeto. Así, el sujeto se convierte en la kantiana cosa en sí incognoscible y termina por reducírsele a una simple ficción gramatical. Pero la conciencia de sí consiste precisamente en que el sujeto y el objeto es a la vez la misma realidad. Gracias a la aparición del yo en el acto de conciencia se asumiría que la objetividad del propio yo humano reside en que es un principio fijo de operaciones libres, o si se quiere un principio objetivo de operaciones subjetivas. Así se captaría al sujeto en cuanto el sujeto es tan inseparable de su objetividad como de su subjetividad. En la conciencia se da la transparencia del sujeto para sí mismo, pero no como el cristal que deja ver sin verse, ni como el cristalino que deja ver sin ser visto, sino una mezcla de cristal y cristalino en una sola realidad que permite ver a la vez que se ve a sí mismo.
Esta completa reflexividad que se da en la conciencia solo es posible por la total inmaterialidad del entendimiento humano, sus actos y su objeto, lo que nos lleva a descubrir su espiritualidad. Lo cual no significa negar que tenga unos límites objetivos que determinan su realidad y que en virtud de ellos el sujeto pueda constituirse en unidad sustancial como un tipo de objeto de la naturaleza física. Por la conciencia el “yo” se capta también como una realidad orgánica en cuanto opera como un cuerpo determinado, desarrollando unos procesos determinados en parte unidos a esa conciencia y en parte escapando de ella. Hay en el hombre una dimensión animal en cuya interioridad vivencial el conocimiento se espiritualiza, por eso no es posible pensar sino en una autoconciencia finita. El “yo” se capta a la vez como centro-origen y como proceso-periferia, descubriendo así el “yo” como totalidad objetivamente subjetiva y subjetivamente objetiva.
La reflexividad de la conciencia hace aparecer también entre sus contenidos su devenir y teleología constitutivos, que se expresan como dos modalidades nuevas de la conciencia. La conciencia psicológica, entendida como la presencia del yo para sí mismo a través de sus actos, implica una constitución temporal por lo que no puede dejar de aparecer referida a un antes y un después, que, respectivamente, permanece y anticipa en su acto, como conciencia histórica. Con todo, tal como hemos dicho, la razón permite referir la acción al objeto y no solo a sí mismo, por lo que a través de la razón práctica que persigue el bien, ambas expresiones de la espiritualidad humana se manifiestan como conciencia moral. Sin la conciencia psicológica, evidentemente las otras no se desarrollarían, pues sin identificarse con la propia acción, sin la unificación en el yo de su dimensión temporal y sin identificar el bien, no habría ni valoración ni imputación ni, por lo tanto, responsabilidad. La conciencia moral añade, de algún modo, la declaración de un entrelazamiento del yo y sus actos con el sentido del yo y las obligaciones que de ello se derivan. “La intimidad de la actividad de la conciencia indica que en ella se trata siempre de nuestro yo espiritual-personal. La conciencia nos hace saber que somos nosotros mismos los que queremos hacer o hemos hecho una cosa, es decir, que nos corresponde decidir, que elegimos nosotros mismos. Así, la conciencia hace que el sujeto se enfrente con el interrogante de si lo que hace con sus actos u omisiones pudiera incorporarlo a nuestro ser para toda la vida. … Por ello la conciencia contiene, no solo una responsabilidad y una vinculación con el mundo, sino también una responsabilidad frente a nosotros mismos. Por eso las reacciones de la conciencia son, en el fondo las de la temática de las tendencias autovalorativas”[13].
La conciencia, por un lado, al testimoniar la presencia del sujeto, permite unificar las vivencias e identificarlas todas con un yo, el yo personal; por el otro, al hacerse el sujeto consciente de su poder de poner en marcha las vivencias, la conciencia permite al yo tomar posición respecto a ellas. Gracias a la conciencia de propiedad que se tiene de los actos del sujeto, el yo puede pasar a apropiárselos conscientemente desarrollando “un poder disposicional sobre ellos que se manifiesta en forma de capacidad de ponerlos en marcha o de dirigir su curso. Tal es el caso del recuerdo voluntario, el proceso del pensamiento consciente y dirigido, de la atención voluntaria en el autodominio y de la acción encaminada a un fin. En todas estas realizaciones figura el yo, no tan solo como centro unitario de relaciones y como instancia unificadora, sino que es también experimentado en el proceso como instancia de una toma de posición o de actitud”[13]. La conciencia siempre presenta dos caras en armonía:
- El mundo y el yo, en la conciencia psicológica.
- El orden y sentido del mundo, en la conciencia moral.
- El orden y sentido del yo, en la conciencia moral.
La primera parte en ambos casos representa la vertiente científica, nuestro conocimiento teórico o práctico de la realidad; la segunda, que se une como conciencia, es la vertiente espiritual, que connota la presencia del yo como afectado por esa realidad y afectándole: como ser en el mundo y como ser moral. Al hombre se le hace patente por la experiencia y la comprensión del significado de la conciencia “que su existencia no le es dada, como a las plantas, solo como una circunstancia de la vida, y que tam poco ha de cuidarse únicamente, como el animal, de la prolongación de su existencia, sino que realmente se le permite, y está destinado para ello, colaborar en la estructuración y en la realización del sentido del mundo”[13].
Libertad de Conciencia[editar | editar código]
Puesto que la conciencia moral se levanta sobre la certeza, que se objetiva en la conciencia psicológica, de una naturaleza que actúa libremente pero con referencia a un orden y una teleología, parece interesante resaltar el verdadero significado y los limites de la libertad de conciencia. Es necesario, ante todo, señalar una nota determinante que el juicio de conciencia manifiesta, a saber, se da en él una evidente independencia de la propia situación afectiva. Esta independencia de la conciencia se sigue del hecho de que su juicio es resultado de un acto espontáneo de reflexión sobre la acción a la luz del saber moral habitual que posee la inteligencia práctica. En virtud de esta independencia la conciencia puede hacer frente a otros juicios prácticos vinculados a las propias tendencias que impulsan a la voluntad de realizar una elección, lo que a veces se expresa en una pugna entre el criterio defendido por la voz de la conciencia y el de los juicios prácticos afectivamente guiados. La razón de ello es que, como se ve, el juicio de conciencia es un juicio estrictamente cognoscitivo sobre la práctica, mientras que la elección de la voluntad no solo versa sobre la práctica sino que, además, ha de aplicarse a la práctica. Pero un juicio, para realizarse, debe insertarse en la afectividad, por lo que el juicio de elección ha de tenerla en cuenta.
Sería posible apreciar de este modo el contraste entre el juicio de la propia conciencia que tiene pretensión de objetividad y los propios intereses subjetivos con una fuerte carga afectiva. Se puede notar con claridad que el juicio de la conciencia se manifiesta como la verdad de la subjetividad en cuanto guiada por la razón práctica a la realización del bien. Lo que a veces se nota en los conflictos de conciencia es el contraste entre la posibilidad real de una acción beneficiosa y la aplicación adecuada de la ley natural como conjunto de normas objetivas. “Considerar algo ‘objetivamente’ bueno o correcto, a diferencia de la simple opinión ‘subjetiva’, forma parte de la fenomenología del acto de conciencia… La subjetividad del agente, el ‘yo’, pertenece al ‘mundo objetivo’, a la ‘naturaleza’ o al ‘orden del ser’. Es precisamente por obra de la razón en cuanto subjetividad mensurante del hombre como surge la objetividad de lo normativo. … Por ello sería falaz hablar de la conciencia como ‘norma subjetiva’ en tanto que distinta de una ‘norma objetiva’, porque al proceder así se estaría dejando fuera la pregunta por la verdad: la conciencia solo puede ser ‘norma’ en tanto que puede ser ‘verdadera’, es decir, porque en su subjetividad puede ser ‘objetiva’”[7].
Es esta referencia de la razón práctica a la verdad la que funda una autonomía para la conciencia en virtud de la cual ella se convierte en norma próxima de moralidad. La conciencia adquiere su sentido por la presencia en la inteligencia del conocimiento habitual de la ley natural y de la consideración reflexiva de una acción particular. El conjunto de los elementos determinantes de su acto permiten hablar de la conciencia como la norma inmediata o directa de la moralidad de los actos. Es posible notar que esa norma no puede consistir “en ningún sentimiento (aunque alguno pueda acompañarla), ni en una potencia ni en un hábito, sino en el juicio de la razón práctica que dice lo que hay que hacer (o lo que hay que omitir), en el caso particular del que en cada ocasión se trate, habida cuenta de la ley natural humana”[14].
Pero, aunque la conciencia se presente como la voz de la verdad práctica de esa subjetividad y aunque la conciencia se base en la ciencia, su juicio no está exento de riesgos, pues dada la limitación humana la posibilidad de error siempre existe. De aquí que la necesidad que la subjetividad experimenta de seguir el juicio que se le presenta como objetivamente bueno pueda llevar a obrar tanto el bien como el mal. No puede ser más paradójica la situación ni mayor la importancia de asumir la necesidad de un proceso permanente de formación de la propia conciencia, preocupándose renovadamente en la búsqueda de la verdad y del bien. La rectitud de la conciencia propia y el valor de su juicio no proceden de ella misma sino de la rectitud y objetividad de los actos de nuestra inteligencia y nuestra voluntad.
En este sentido, el hombre no solo es capaz de dirigir libremente sus acciones, sino que está obligado a hacerlo actuando según el dictamen que le brinda su conciencia. Por ello, la afirmación del derecho a actuar en conciencia y libertad es, en el fondo, el reconocimiento de que la obligación moral que se tiene, y de hacerlo así no puede dejar de ser reconocida por todos del mismo modo que ha de ser asumida personalmente. En resumen, que la libertad de actuar en conciencia no indica el carácter relativo de la verdad y el bien contenidos en su juicio, sino el hecho de que el juicio propio solo se puede levantar sobre los actos personales en que se da la captación de la verdad y el bien objetivo.
Luces y sombras sobre la conciencia en la actualidad[editar | editar código]
En la actualidad el respeto a la propia conciencia se ha convertido en un valor de referencia, hasta el punto de ser añadido entre los derechos fundamentales reconocidos por la Declaración de las Naciones Unidas de 1948: “toda persona tiene derecho a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión”[15]. Con ello, por lo general, lo que se pretende es realzar el valor de la propia libertad subjetiva y el derecho a dirigir de modo autónomo la propia existencia.
Sin embargo, en contraste con la afirmación de esa autonomía, no faltan quienes niegan la existencia de la conciencia considerándola como un residuo de antiguas creencias religiosas o de concepciones metafísicas dualistas. Lo que se suele llamar conciencia entonces se reduce a la actividad del cerebro y, su funcionamiento, es un caso especial de las leyes físicas que regulan los procesos de lo inorgánico[16]. Pero resulta difícil negar la experiencia de la propia conciencia y más difícil aún hacer un planteamiento de las cuestiones bioéticas sin que se considere su significado y tampoco el papel que se le debe reservar, así como las implicaciones antropológicas y morales. En todo caso, si “el estudio de la conciencia se desentiende de la persona humana en que ella aparece, no es extraño que se hable de una conciencia que emerge en el vacío, desde la noche de los tiempos”[17] . Al entender la conciencia como fenómeno no específicamente humano, también aparecen planteamientos de la conciencia los cuales no son fáciles de diferenciar, entre la conciencia animal de la humana. Como, por otro lado, tradicionalmente se ha entendido que la conciencia es la raíz de la dignidad del hombre, se tiende a atribuir a los animales una dignidad semejante a la humana y a entenderles también como sujetos de derechos[18].
Texto de referencia[editar | editar código]
- Páramo de Santiago, Antonio (Mayo 2012). «Voz:Conciencia». Simón Vázquez, Carlos, ed. Nuevo Diccionario de Bióetica (2 edición) (Monte Carmelo). ISBN 978-84-8353-475-5.
Otras voces[editar | editar código]
Bibliografía[editar | editar código]
- Giuseppe, Abba (1992). Felicidad, vida buena y virtud. Barcelona: Ediciones Universitarias Internacionales. p. 307. ISSN 0036-9764.
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- Choza, Jacinto; Vicente Arregui, Jorge (1995). «Filosofía del hombre. Una antropología de la intimidad». Rialp (Madrid).
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- Crick, Francis (2003). La búsqueda científica del alma. Barcelona: Debate. ISBN 9788483063132.
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- Juan Pablo II (6 de agosto de 1993). Veritatis splendor. Roma: Libreria Editrice Vaticana.
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Referencias[editar | editar código]
- ↑ J. Lovelock
- ↑ 2002, p. 152
- ↑ Escandell, 1997
- ↑ Leonard, 1977
- ↑ Kenny, 2000, p. 26
- ↑ E. Coreth, 1976, p. 119
- ↑ 7,0 7,1 7,2 Rhonheimer, Martin (2000). La perspectiva de la moral. Fundamentos de la Ética Filosófica. Madrid: Rialp. p. 317. ISBN 9788432132827. Consultado el 23 de abril de 2020.
- ↑ Rodríguez Luño, Ángel (2001). Ética General. EUNSA. p. 279. ISBN 8431311290. Consultado el 23 de abril de 2020.
- ↑ Crick, 2003
- ↑ Polaino, 1988, p. 88
- ↑ 11,0 11,1 Choza, Jacinto; Vicente Arregui, Jorge (1995). «Filosofía del Hombre. Una antropología de la intimidad». Rialp: 216. Consultado el 23/04/2020.
- ↑ Finance, 1966, p. 35
- ↑ 13,0 13,1 13,2 13,3 Lersch, Philipp (1971). La estructura de la personalidad. Barcelona - España: Scientia. p. 248-9. Consultado el 23 de abril de 2020.
- ↑ Millán Puelles, Antonio (2002). «La estructura de la subjetividad». Rialp: 392. Consultado el 23 de abril de 2020.
- ↑ «La Declaración Universal de Derechos Humanos». Naciones Unidas: Art. 18. 10 de diciembre de 1948. Consultado el 23 de abril de 2020.
- ↑ Dennett, Daniel (1995). La Conciencia Explicada: Una Teoría Interdisciplinar. PAIDOS IBERICA. p. 512. ISBN 9788449301704. Consultado el 22 de abril de 2020.
- ↑ Polaino, 1988. Página 80
- ↑ P. Singer